Reconversión industrial en pleno auge
A Bill Gates le espera un destino muy parecido al de Steve Jobs. Se comentó en numerosos foros y publicaciones durante los ochenta y es ya hoy prácticamente una historia para contar a nuestros niños preadolescentes que ya no creen en hadas: cuando la omnímoda IBM decidió ponerse a fabricar ordenadores personales encargó a una desconocida Microsoft el sistema operativo con el que el usuario hablaría con el ordenador. El futuro, decían los grandes gurús de IBM, estaba en el hardware, no en el software. El resto de la historia la conocemos porque es parte de nuestra existencia: el software se reveló crucial para la divulgación del ordenador, porque era la parte con la que interactuaba la persona. Así que mientras el hardware podía ser de cualquier manera, el software debía tener en cuenta esta fundamental premisa. Microsoft, amparándose en la audaz cláusula que arrancó a los cegatos abogados de IBM (por la cual tenían la exclusiva de sistema operativo para las máquinas IBM, pero también la opción de licenciarlo a terceros), se hizo con el mercado mundial de los sistemas operativos. Para cuando el resto de fabricantes reaccionaron y se organizó el movimiento GNU (para entendernos, aunque ellos lo nieguen, en la práctica significa software gratis), ya era demasiado tarde. La película Piratas de Silicon Valley lo explica todo esto muy bien.
Ahora tal parece que estamos al final de ese ciclo y que el escenario que se avecina es el que preveía IBM (eso no quiere decir que su estrategia fuera a largo plazo, simplemente es casualidad): hoy día por el software no paga nadie (sólo quienes se ven obligados a ello). El software se vende junto con el hardware o de lo contrario no se vende. Cuando un ordenador se nos queda pequeño o viejo ¿qué hacemos? Lo montamos en la habitación de los niños y compramos otro. Lo que venga preinstalado bien estará, y lo que falte lo pillaremos por ahí. Esta es la realidad. Los fabricantes de las videoconsolas lo han comprendido pronto: sus versiones se suceden como en tiempos lo hacían las de Word: PS/2, PS/3… y se anuncian en televisión igual que si se tratara del advenimiento del juicio final. Con cada cambio de hardware se pueden poner a la venta nuevos juegos "compatibles" (con las antiguas consolas no funcionen de forma deliberada), de manera que estamos comprando el mismo juego cada cinco años. Algo muy parecido sucede con los teléfonos móviles: cada vez reúnen las funciones más dispares: agenda, música, radio, televisión, cámara, GPS… Lo importante es tener el modelo más nuevo y diseñado; el software que hay detrás es lo de menos.
Steve Jobs, el gurú de Apple, lo comprendió enseguida: tras el fracaso en 1993 de su aventura Next le ofreció 10 millones de dólares a George Lucas por Pixar, parte de la división de efectos especiales Lucasfilm. A continuación fichó a Ed Catmull y en 2003 tan sólo noventa de las 700 personas que componían Pixar se dedicaban a desarrollar software específico para las películas de la productora, exactamente lo contrario que el resto de compañías, que apostaban cada vez más por el software y menos en el guión. Jobs poseía ese año el 55% de las acciones de Pixar, que valían cuatro veces más de lo que poseía en acciones de Apple. A Jobs le llaman el Walt Disney del siglo XXI, pero es algo más, es el Leonardo da Vinci de la informática. Una persona que ha sabido ver que la tecnología ha de ser insultantemente sencilla (insultante para la competencia, que no consigue superarle) para cumplir con el objetivo de producir bienestar. La tecnología que nos hace disfrutar, no la que nos hace esclavos. Cuando en 2006 se deja comprar por Disney la cifra son 7.400 millones. Y encima se sitúa en la presidencia de ésta y es el accionista privado mayoritario (otra gran jugada de abogados cegatos al estilo IBM). Además de los éxitos cinematográficos está la tienda de música iTunes, por lo que el negocio del hardware (y no digamos el software) es residual. Bill Gates, como es norma de la casa, lo ha comprendido con años de retraso: es ahora cuando ha movido ficha con la XBox, y lo más seguro es que acabe comprando a un fabricante de videojuegos para proveerse de títulos y de adjudicarse de saque una buena cuota de mercado.
Los ordenadores (¡qué ironía!) son cosa del pasado, esas máquinas que compraban nuestros padres. Para la nueva generación Jobs y Gates no son los pioneros de la informática personal, son los nuevos mandamases del ocio planetario.
Ahora tal parece que estamos al final de ese ciclo y que el escenario que se avecina es el que preveía IBM (eso no quiere decir que su estrategia fuera a largo plazo, simplemente es casualidad): hoy día por el software no paga nadie (sólo quienes se ven obligados a ello). El software se vende junto con el hardware o de lo contrario no se vende. Cuando un ordenador se nos queda pequeño o viejo ¿qué hacemos? Lo montamos en la habitación de los niños y compramos otro. Lo que venga preinstalado bien estará, y lo que falte lo pillaremos por ahí. Esta es la realidad. Los fabricantes de las videoconsolas lo han comprendido pronto: sus versiones se suceden como en tiempos lo hacían las de Word: PS/2, PS/3… y se anuncian en televisión igual que si se tratara del advenimiento del juicio final. Con cada cambio de hardware se pueden poner a la venta nuevos juegos "compatibles" (con las antiguas consolas no funcionen de forma deliberada), de manera que estamos comprando el mismo juego cada cinco años. Algo muy parecido sucede con los teléfonos móviles: cada vez reúnen las funciones más dispares: agenda, música, radio, televisión, cámara, GPS… Lo importante es tener el modelo más nuevo y diseñado; el software que hay detrás es lo de menos.
Steve Jobs, el gurú de Apple, lo comprendió enseguida: tras el fracaso en 1993 de su aventura Next le ofreció 10 millones de dólares a George Lucas por Pixar, parte de la división de efectos especiales Lucasfilm. A continuación fichó a Ed Catmull y en 2003 tan sólo noventa de las 700 personas que componían Pixar se dedicaban a desarrollar software específico para las películas de la productora, exactamente lo contrario que el resto de compañías, que apostaban cada vez más por el software y menos en el guión. Jobs poseía ese año el 55% de las acciones de Pixar, que valían cuatro veces más de lo que poseía en acciones de Apple. A Jobs le llaman el Walt Disney del siglo XXI, pero es algo más, es el Leonardo da Vinci de la informática. Una persona que ha sabido ver que la tecnología ha de ser insultantemente sencilla (insultante para la competencia, que no consigue superarle) para cumplir con el objetivo de producir bienestar. La tecnología que nos hace disfrutar, no la que nos hace esclavos. Cuando en 2006 se deja comprar por Disney la cifra son 7.400 millones. Y encima se sitúa en la presidencia de ésta y es el accionista privado mayoritario (otra gran jugada de abogados cegatos al estilo IBM). Además de los éxitos cinematográficos está la tienda de música iTunes, por lo que el negocio del hardware (y no digamos el software) es residual. Bill Gates, como es norma de la casa, lo ha comprendido con años de retraso: es ahora cuando ha movido ficha con la XBox, y lo más seguro es que acabe comprando a un fabricante de videojuegos para proveerse de títulos y de adjudicarse de saque una buena cuota de mercado.
Los ordenadores (¡qué ironía!) son cosa del pasado, esas máquinas que compraban nuestros padres. Para la nueva generación Jobs y Gates no son los pioneros de la informática personal, son los nuevos mandamases del ocio planetario.
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