Nuevo positivismo digital (IV)
Nuevo positivismo digital (I)
Nuevo positivismo digital (II)
Nuevo positivismo digital (III)
No son pocos los que señalan la paradoja que supone hablar de una sociedad de la información que genera demasiada información. A comienzos del siglo XXI se estimaba que Internet estaba compuesta de unos 4.000 millones de páginas y crecía a un ritmo de 7 millones al día; que se intercambiaban diariamente cerca de 8.000 millones de correos electrónicos; y que cada hombre mujer o niño en edad y con capacidades mínimas para manejar un ordenador generaba anualmente alrededor de 250 Mb de información personal (el equivalente a unos 500 libros de longitud media). Este último dato, teniendo en cuenta el auge experimentado por las redes de intercambio de ficheros, seguro que habría que revisarlo muy al alza.
En estas condiciones, ¿cuál debe ser nuestra respuesta como usuarios/consumidores? Evidentemente, filtrar, desmenuzar y/o rebuscar entre todo el aluvión de datos, normalmente descontextualizados y sin sentido, que se nos viene encima desde todas partes. Aunque la industria del software tiene su propia estrategia para resolver el problema: partiendo de la premisa (sacada de sus informes de expertos) de que tan sólo el 15% de la información está estructurada y que ésa es la que nos resulta realmente útil, propone diseñar sistemas que permitan etiquetar (el primer nivel de la estructuración de la información), aunque sea mínimamente, el 85% restante. Es decir: si antes debíamos revisar una parte pequeña de nuestras búsquedas (porque su bajo porcentaje respecto al total nos permitía extraer más fácilmente conclusiones), si hacemos caso de las nuevas aplicaciones, ahora deberemos hacer lo mismo con una cantidad mayor de datos. Es decir, la paradoja del exceso de información se resolvería ampliando el universo de datos a tener en cuenta. Me pregunto si realmente el negocio de los gestores de información no se encuentra en la saturación misma, no en sus capacidades como gestores.
Otros en cambio, renuncian a dar con algoritmos cada vez más sofisticados de filtrado y ordenación de los resultados y prefieren que ese trabajo lo realicen los usuarios/consumidores. Una de las causas del éxito de la Web 2.0 es que cede la iniciativa de la estructuración a las personas, que son quienes establecen los límites al territorio de sus búsquedas. La experiencia dice que la mayoría se centran en lo cercano conocido y en lo escaso conocido (Francis Pisani dixit): a pesar de las distorsiones coyunturales y los errores de concepto, está claro que los beneficios son claramente superiores a los inconvenientes. La gente es el mejor y más barato algoritmo que existe.
La cosa es que, tanto desde la estrategia de los algoritmos de búsqueda como la del crowdsourcing, el error de fondo es el mismo: creer que una productividad y una racionalidad de la comunicación basadas exclusivamente en parámetros tecnológicos suponen un progreso social y cultural. Al contrario, cuanto más próximos estamos unos a otros más evidentes se hacen las diferencias y más necesario garantizar la coexistencia: “¿Por qué esta ingenua idea, según la cual la omnipresencia del ordenador y de la televisión cambiará radicalmente las relaciones humanas y sociales, se ha impuesto de un modo tan fuerte y tan atractivo? ¿Por qué asistimos a esta tecnificación de la comunicación y de la sociedad?” se preguntaba Dominique Wolton en su obra Internet ¿y después (1999). Hay que ser un ingenuo –-escribe Wolton–- para creer que el auge de las tecnologías llevarán a la sociedad y a la cultura a adaptarse a los cambios, cuando desde siempre ha sido al revés: la tecnología es la que va detrás de los cambios sociales y culturales, encontrando su lugar en los cambios que se producen.
Quizá una de las razones de esta inversión sea que a partir de Einstein y de Heisenberg la ciencia abandonó definitivamente el campo de lo discernible en las categorías y ámbitos que los no iniciados podíamos asimilar. Hasta entonces, a los profanos en física nos bastaba con comprender el entramado teórico y argumental de las teorías propuestas para –-sin entrar en los detalles de la demostración matemática-– poder seguir al día en los avances de este campo. Pero desde la teoría de la relatividad especial (1905) y el principio de indeterminación (1927), la física parte de premisas que a un no iniciado le resultan difíciles de seguir sin una buena base previa: es necesario asumir la inexistencia de marcos de referencia absolutos tal y como hasta entonces se conocían (el espacio y el tiempo), la unidad esencial entre materia y energía, la imposibilidad de medir simultáneamente la posición y el ‘momento lineal’ de una partícula... Se trata de supuestos que plantean una inseguridad inicial, un relativismo en cuanto a los principios básicos que resquebrajan nuestro edificio de seguridades físicas hecho de absolutos cotidianos. Desde entonces los científicos han ido avanzando en sus descubrimientos, pero también han aumentado la distancia a la que el resto de la sociedad podíamos seguirles. Sólo alcanzamos a comprender parcialmente sus esfuerzos cuando sus descubrimientos se plasman en alguna utilidad práctica; es decir, cuando la investigación básica se convierte en investigación aplicada y accede al mercado. Esto vale también para todo lo que tiene que ver con la informática: por ejemplo, sigo siendo incapaz de comprender cómo es posible generar entornos gráficos tan perfectos a partir de unos y ceros, de cargas eléctricas positivas y negativas. Como usuarios/consumidores que somos, únicamente se espera de nosotros que seamos parte del proceso de decisión (de compra).
Para valorar la revolución que se ha producido en los últimos 25 años (estoy pensando en 1982, el año de la aparición del ordenador personal) habría que rehacer toda la historia reciente de la tecnología informática; porque, como suele decirse, los árboles no dejan ver el bosque. Desde que la ciencia es patrimonio de las grandes corporaciones (las únicas que pueden costear las investigaciones de la era subatómica), desde que las universidades y los pioneros han quedado difuminados en los grandes proyectos de esas mismas corporaciones, lo único que podemos ver son logros parciales convenientemente disfrazados de productos dirigidos al usuario/consumidor. Los investigadores ya no son personas con nombre y apellidos, son empresas que protegen sus hallazgos como si de secretos de Estado se tratara. Desde fuera resulta imposible hacer una valoración del camino recorrido, porque desconocemos los hitos técnicos intermedios que han posibilitado los mismos productos que se comercializan de forma masiva. Para seguir escribiendo la historia de la ciencia, al menos en los términos a los que estamos acostumbrados desde Newton, es necesario apartar todo el marketing empresarial y aislar los logros científicos. La presión comercial y la avidez de los beneficios han eclipsado por completo el proceso en términos de avance científico y lo han sustituido por otro de lanzamiento de productos.
Por desgracia, los medios de comunicación no contribuyen mucho a enderezar esta distorsión; se hacen eco del discurso de las multinacionales en los momentos clave, adoptando una postura acrítica, lo contrario de lo que harían por principio ante cualquier otro acontecimiento (especialmente político o social). Los medios de comunicación, lo mismo que los políticos, precisamente porque es un tema que desconocen o en el que se sienten inseguros y temen ser acusados de retrógrados si no lo publicitan como un avance, se limitan muchas veces a hacer de caja de resonancia y a repetir lo que dice la nota de prensa.
Mientras tanto, los escritores, los ensayistas, los filósofos y los científicos sociales, un tanto ajenos a las transformaciones de toda esta evolución, o bien se aproximan a este futuro tecnológico todavía bajo el síndrome de 1984 (la novela), vaticinando el enésimo y definitivo declive de la cultura; o bien adoptan también una postura acrítica respecto a las tecnologías de la información, como si fueran la solución a todos los problemas derivados de la desigualdad social, en un tono muy parecido al que usaron algunos antecesores suyos con las posibilidades reformadoras del comunismo en los años veinte del siglo XX.
Internet ha generado en la ciencia social un discurso inexacto de igualdad, una imagen de mercado ideal en el que todo aquel que se conecta a la red está en disposición de competir sin interferencias, de expresar su opinión (incluso de influir en los que se conectan), y de un cambio sin precedentes en la cultura del trabajo. El inmovilismo legislativo de Occidente en temas como el teletrabajo y la conciliación de horarios es la mejor prueba de la prácticamente nula repercusión de estos cambios en el mundo real. Tomemos un ejemplo: el concepto de sociedad red, acuñado por Manuel Castells, no es un paradigma inédito para explicar las nuevas relaciones económicas, ni es un concepto privativo de la era digital, sino que ha existido siempre. Las instituciones, las empresas, la sociedad civil, siempre han funcionado a base de relaciones, tendiendo circuitos, potenciando flujos, estableciendo canales, adaptándose a las facilidades que proporcionaban las relaciones entre individuos o instituciones estratégicamente situados ("estratégicamente", esta es la palabra clave, el modelo tecnológico es coyuntural). Internet ha potenciado al máximo esta forma de organización gracias a la anulación de distancias y hasta de tiempos; pero esas redes se pueden encontrar en la historia de todos los imperios que han existido sobre el planeta.
La ubicuidad de la tecnología digital (en prácticamente todos los ámbitos) tiende a hacer creer que se trata de un proceso que se impone de forma natural, mediante una especie de voluntad propia; como si una vez sentadas las bases tecnológicas el propio proceso estableciese sus estrategias de perpetuación y expansión. Vicente Verdú considera que Internet "actúa como una fuerza autónoma que se impone con la misma ley fatal de la naturaleza y también reproduciendo la tendencia de nuestro presente proclive al poder autónomo de las cosas. Al poder autónomo del Virus, de Internet o del Mercado". Y en parte es cierto, es como si nuestra cultura prefiriera otorgar capacidades autónomas a fenómenos que se nos escapan por su vastedad o complejidad. Pero, vista en su contexto, la realidad es que ni el mercado ni Internet son fenómenos ajenos al ser humano, son entidades diseñadas y fomentadas por y desde instituciones con intereses bien definidos, aunque quizá no siempre explicitados. No estoy hablando de conspiraciones ni de que nos escamoteen la realidad, sino de que si Internet nos rodea por todas partes es porque hay gente que ve en ella un potencial de beneficio, no siempre ni necesariamente de progreso.
Si la realidad digital se está haciendo tan compleja es porque la ciencia que hay detrás de ella se ha vuelto tan opaca que nuestra primera reacción ha sido dimitir en el intento de comprender el mundo; la segunda aceptar con alegría o resignación nuestro papel de usuarios/consumidores y pasar de ser audiencia televisiva para convertirnos en tráfico de Internet.
(continuará)
Nuevo positivismo digital (II)
Nuevo positivismo digital (III)
No son pocos los que señalan la paradoja que supone hablar de una sociedad de la información que genera demasiada información. A comienzos del siglo XXI se estimaba que Internet estaba compuesta de unos 4.000 millones de páginas y crecía a un ritmo de 7 millones al día; que se intercambiaban diariamente cerca de 8.000 millones de correos electrónicos; y que cada hombre mujer o niño en edad y con capacidades mínimas para manejar un ordenador generaba anualmente alrededor de 250 Mb de información personal (el equivalente a unos 500 libros de longitud media). Este último dato, teniendo en cuenta el auge experimentado por las redes de intercambio de ficheros, seguro que habría que revisarlo muy al alza.
En estas condiciones, ¿cuál debe ser nuestra respuesta como usuarios/consumidores? Evidentemente, filtrar, desmenuzar y/o rebuscar entre todo el aluvión de datos, normalmente descontextualizados y sin sentido, que se nos viene encima desde todas partes. Aunque la industria del software tiene su propia estrategia para resolver el problema: partiendo de la premisa (sacada de sus informes de expertos) de que tan sólo el 15% de la información está estructurada y que ésa es la que nos resulta realmente útil, propone diseñar sistemas que permitan etiquetar (el primer nivel de la estructuración de la información), aunque sea mínimamente, el 85% restante. Es decir: si antes debíamos revisar una parte pequeña de nuestras búsquedas (porque su bajo porcentaje respecto al total nos permitía extraer más fácilmente conclusiones), si hacemos caso de las nuevas aplicaciones, ahora deberemos hacer lo mismo con una cantidad mayor de datos. Es decir, la paradoja del exceso de información se resolvería ampliando el universo de datos a tener en cuenta. Me pregunto si realmente el negocio de los gestores de información no se encuentra en la saturación misma, no en sus capacidades como gestores.
Otros en cambio, renuncian a dar con algoritmos cada vez más sofisticados de filtrado y ordenación de los resultados y prefieren que ese trabajo lo realicen los usuarios/consumidores. Una de las causas del éxito de la Web 2.0 es que cede la iniciativa de la estructuración a las personas, que son quienes establecen los límites al territorio de sus búsquedas. La experiencia dice que la mayoría se centran en lo cercano conocido y en lo escaso conocido (Francis Pisani dixit): a pesar de las distorsiones coyunturales y los errores de concepto, está claro que los beneficios son claramente superiores a los inconvenientes. La gente es el mejor y más barato algoritmo que existe.
La cosa es que, tanto desde la estrategia de los algoritmos de búsqueda como la del crowdsourcing, el error de fondo es el mismo: creer que una productividad y una racionalidad de la comunicación basadas exclusivamente en parámetros tecnológicos suponen un progreso social y cultural. Al contrario, cuanto más próximos estamos unos a otros más evidentes se hacen las diferencias y más necesario garantizar la coexistencia: “¿Por qué esta ingenua idea, según la cual la omnipresencia del ordenador y de la televisión cambiará radicalmente las relaciones humanas y sociales, se ha impuesto de un modo tan fuerte y tan atractivo? ¿Por qué asistimos a esta tecnificación de la comunicación y de la sociedad?” se preguntaba Dominique Wolton en su obra Internet ¿y después (1999). Hay que ser un ingenuo –-escribe Wolton–- para creer que el auge de las tecnologías llevarán a la sociedad y a la cultura a adaptarse a los cambios, cuando desde siempre ha sido al revés: la tecnología es la que va detrás de los cambios sociales y culturales, encontrando su lugar en los cambios que se producen.
Quizá una de las razones de esta inversión sea que a partir de Einstein y de Heisenberg la ciencia abandonó definitivamente el campo de lo discernible en las categorías y ámbitos que los no iniciados podíamos asimilar. Hasta entonces, a los profanos en física nos bastaba con comprender el entramado teórico y argumental de las teorías propuestas para –-sin entrar en los detalles de la demostración matemática-– poder seguir al día en los avances de este campo. Pero desde la teoría de la relatividad especial (1905) y el principio de indeterminación (1927), la física parte de premisas que a un no iniciado le resultan difíciles de seguir sin una buena base previa: es necesario asumir la inexistencia de marcos de referencia absolutos tal y como hasta entonces se conocían (el espacio y el tiempo), la unidad esencial entre materia y energía, la imposibilidad de medir simultáneamente la posición y el ‘momento lineal’ de una partícula... Se trata de supuestos que plantean una inseguridad inicial, un relativismo en cuanto a los principios básicos que resquebrajan nuestro edificio de seguridades físicas hecho de absolutos cotidianos. Desde entonces los científicos han ido avanzando en sus descubrimientos, pero también han aumentado la distancia a la que el resto de la sociedad podíamos seguirles. Sólo alcanzamos a comprender parcialmente sus esfuerzos cuando sus descubrimientos se plasman en alguna utilidad práctica; es decir, cuando la investigación básica se convierte en investigación aplicada y accede al mercado. Esto vale también para todo lo que tiene que ver con la informática: por ejemplo, sigo siendo incapaz de comprender cómo es posible generar entornos gráficos tan perfectos a partir de unos y ceros, de cargas eléctricas positivas y negativas. Como usuarios/consumidores que somos, únicamente se espera de nosotros que seamos parte del proceso de decisión (de compra).
Para valorar la revolución que se ha producido en los últimos 25 años (estoy pensando en 1982, el año de la aparición del ordenador personal) habría que rehacer toda la historia reciente de la tecnología informática; porque, como suele decirse, los árboles no dejan ver el bosque. Desde que la ciencia es patrimonio de las grandes corporaciones (las únicas que pueden costear las investigaciones de la era subatómica), desde que las universidades y los pioneros han quedado difuminados en los grandes proyectos de esas mismas corporaciones, lo único que podemos ver son logros parciales convenientemente disfrazados de productos dirigidos al usuario/consumidor. Los investigadores ya no son personas con nombre y apellidos, son empresas que protegen sus hallazgos como si de secretos de Estado se tratara. Desde fuera resulta imposible hacer una valoración del camino recorrido, porque desconocemos los hitos técnicos intermedios que han posibilitado los mismos productos que se comercializan de forma masiva. Para seguir escribiendo la historia de la ciencia, al menos en los términos a los que estamos acostumbrados desde Newton, es necesario apartar todo el marketing empresarial y aislar los logros científicos. La presión comercial y la avidez de los beneficios han eclipsado por completo el proceso en términos de avance científico y lo han sustituido por otro de lanzamiento de productos.
Por desgracia, los medios de comunicación no contribuyen mucho a enderezar esta distorsión; se hacen eco del discurso de las multinacionales en los momentos clave, adoptando una postura acrítica, lo contrario de lo que harían por principio ante cualquier otro acontecimiento (especialmente político o social). Los medios de comunicación, lo mismo que los políticos, precisamente porque es un tema que desconocen o en el que se sienten inseguros y temen ser acusados de retrógrados si no lo publicitan como un avance, se limitan muchas veces a hacer de caja de resonancia y a repetir lo que dice la nota de prensa.
Mientras tanto, los escritores, los ensayistas, los filósofos y los científicos sociales, un tanto ajenos a las transformaciones de toda esta evolución, o bien se aproximan a este futuro tecnológico todavía bajo el síndrome de 1984 (la novela), vaticinando el enésimo y definitivo declive de la cultura; o bien adoptan también una postura acrítica respecto a las tecnologías de la información, como si fueran la solución a todos los problemas derivados de la desigualdad social, en un tono muy parecido al que usaron algunos antecesores suyos con las posibilidades reformadoras del comunismo en los años veinte del siglo XX.
Internet ha generado en la ciencia social un discurso inexacto de igualdad, una imagen de mercado ideal en el que todo aquel que se conecta a la red está en disposición de competir sin interferencias, de expresar su opinión (incluso de influir en los que se conectan), y de un cambio sin precedentes en la cultura del trabajo. El inmovilismo legislativo de Occidente en temas como el teletrabajo y la conciliación de horarios es la mejor prueba de la prácticamente nula repercusión de estos cambios en el mundo real. Tomemos un ejemplo: el concepto de sociedad red, acuñado por Manuel Castells, no es un paradigma inédito para explicar las nuevas relaciones económicas, ni es un concepto privativo de la era digital, sino que ha existido siempre. Las instituciones, las empresas, la sociedad civil, siempre han funcionado a base de relaciones, tendiendo circuitos, potenciando flujos, estableciendo canales, adaptándose a las facilidades que proporcionaban las relaciones entre individuos o instituciones estratégicamente situados ("estratégicamente", esta es la palabra clave, el modelo tecnológico es coyuntural). Internet ha potenciado al máximo esta forma de organización gracias a la anulación de distancias y hasta de tiempos; pero esas redes se pueden encontrar en la historia de todos los imperios que han existido sobre el planeta.
La ubicuidad de la tecnología digital (en prácticamente todos los ámbitos) tiende a hacer creer que se trata de un proceso que se impone de forma natural, mediante una especie de voluntad propia; como si una vez sentadas las bases tecnológicas el propio proceso estableciese sus estrategias de perpetuación y expansión. Vicente Verdú considera que Internet "actúa como una fuerza autónoma que se impone con la misma ley fatal de la naturaleza y también reproduciendo la tendencia de nuestro presente proclive al poder autónomo de las cosas. Al poder autónomo del Virus, de Internet o del Mercado". Y en parte es cierto, es como si nuestra cultura prefiriera otorgar capacidades autónomas a fenómenos que se nos escapan por su vastedad o complejidad. Pero, vista en su contexto, la realidad es que ni el mercado ni Internet son fenómenos ajenos al ser humano, son entidades diseñadas y fomentadas por y desde instituciones con intereses bien definidos, aunque quizá no siempre explicitados. No estoy hablando de conspiraciones ni de que nos escamoteen la realidad, sino de que si Internet nos rodea por todas partes es porque hay gente que ve en ella un potencial de beneficio, no siempre ni necesariamente de progreso.
Si la realidad digital se está haciendo tan compleja es porque la ciencia que hay detrás de ella se ha vuelto tan opaca que nuestra primera reacción ha sido dimitir en el intento de comprender el mundo; la segunda aceptar con alegría o resignación nuestro papel de usuarios/consumidores y pasar de ser audiencia televisiva para convertirnos en tráfico de Internet.
(continuará)
Comentarios
Un abrazo
Todo es evolución, pero..., como en todas las cosas las personas que utilizamos las tecnologías debemos tener criterio suficiente para hacer un buen uso de ello, sin alejarnos de lo que somos, seres que tienen un bien (el logos), no perdamos la comunicación entre nosotros, con la pareja, amigos, y sobre todo no perdamos la costumbre de tener entre nuestras manos un libro.
Gracias por visitarme, ha sido un placer leerte.
Un abrazo.