¿Para qué queremos la información si no la usamos?
La realidad parece empeñada en dar la razón a la vieja idea estructuralista (hoy totalmente superada y desmentida) de que nuestra mente trabaja más cómoda a base de oposiciones binarias, las cuales nos sirven para simplificar (grave error), ordenar y comprender el mundo. En lecturas recientes he encontrado algunos conceptos que me he entretenido en agrupar así... Ahí van algunos ejemplos: obediencia crítica/desobediencia civil; pobre relativo/mileurista. Pero es la de nativo digital/inmigrante analógico, establecida explícitamente por Juan Cueto, a propósito de la brecha digital que se establece inevitablemente entre generaciones, la que más me llama la atención. Y lo hace porque creo que define perfectamente el concepto de bisagra entre lo analógico y lo digital que representamos esta generación que no es enteramente X ni Y, sino algo así como una Generación PDS (Puro Darwinismo Supervivencial) en la que la adaptación a los constantes cambios es la única pauta destacable. Aseguramos no casarnos con nadie ni creemos sinceramente en nada, pero nos apuntamos a todo con tal de no parecer unos anticuados carrozones. Somos adultos empeñados en imitar los modelos juveniles, lo cual desorienta a los mismos jóvenes y les hace creer (erróneamente) que son ellos quienes deben tirar del carro. Como dice Joan Barril, somos adultos que hemos crecido sin hacernos mayores. Y como añado yo: esta paradoja no modifica el hecho fundamental de que seguimos ocupando, como adultos, todo el espacio disponible, de manera que no dejamos de comportarnos como si fuéramos jóvenes pero tampoco dejando que los que vienen detrás ocupen ámbitos que, por edad y actitud, les pertenecerían. Lo queremos todo, lo queremos ya y lo queremos por siempre. No me extraña que haya tanto desbarajuste social si en lo individual estamos tan desorientados.
Esta sensación de desbarajuste se extiende incluso a cosas que, en condiciones normales, nos parecerían de sentido común: como esos reportajes sobre empresas emergentes y de moda (casi siempre tecnológicas) en las que se hace hincapié en lo informal del atuendo de los trabajadores, la flexibilidad de los horarios, las instalaciones dotadas de tentadoras zonas de ocio... En fin, lo contrario a todos los elementos que han caracterizado siempre la cultura del trabajo durante décadas: uniformidad, rigidez, austeridad... Algún ingenuo creerá que esas empresas son la avanzadilla de lo que será el ambiente laboral en los próximos años, o la prueba fehaciente de los nuevos aires que soplan para la gestión de los recursos humanos que acabarán afectando (afortunadamente) a la empresa que les contrata. La triste verdad es que estos trabajos en plan parque temático sólo se pueden ver en sectores muy concretos (tecnología o servicios), cuyos ingresos sean tan astronómicos como para permitir tales dispendios extras. Francamente, no me imagino una pista de deportes para solaz de estresadas mentes pensantes (como la que aparecía en una foto de la sede de Google) en, pongamos por caso, una empresa de transportes. Volvamos al planeta Tierra y asumamos que para el resto de mortales siguen vigentes las normas de toda la vida.
Todos esos ambientes distendidos y flexibles son el vivero en el que crecen las ideas, ideas que se espera produzcan mucho dinero, de ahí el dispendio y la flexibilidad. Nunca se muestra el reverso de la moneda: la exigencia no escrita de disponibilidad permanente y las jornadas laborales de 14 o más horas; como tampoco se mencionan las premisas que debe asumir cada cual para aspirar a un estilo de vida tan "libertario": la responsabilidad en la distribución del tiempo y la eficacia en la gestión de las tareas. En versión para el usuario/consumidor: sin horarios no hay manera de distinguir entre tiempo de ocio y de trabajo, y en un contexto así la opción por defecto es que cualquier tiempo es, por definición, de trabajo. Esa es la cara oculta que desvela Microsiervos, la novela de Douglas Coupland, en la que, formando parte del paisaje en el que se desarrolla la historia, aparecen las enormes contrapartidas vitales que exige trabajar en Microsoft, la empresa paradigma de la modernidad a la que muchos no dejan de aspirar.
Esta sensación de desbarajuste se extiende incluso a cosas que, en condiciones normales, nos parecerían de sentido común: como esos reportajes sobre empresas emergentes y de moda (casi siempre tecnológicas) en las que se hace hincapié en lo informal del atuendo de los trabajadores, la flexibilidad de los horarios, las instalaciones dotadas de tentadoras zonas de ocio... En fin, lo contrario a todos los elementos que han caracterizado siempre la cultura del trabajo durante décadas: uniformidad, rigidez, austeridad... Algún ingenuo creerá que esas empresas son la avanzadilla de lo que será el ambiente laboral en los próximos años, o la prueba fehaciente de los nuevos aires que soplan para la gestión de los recursos humanos que acabarán afectando (afortunadamente) a la empresa que les contrata. La triste verdad es que estos trabajos en plan parque temático sólo se pueden ver en sectores muy concretos (tecnología o servicios), cuyos ingresos sean tan astronómicos como para permitir tales dispendios extras. Francamente, no me imagino una pista de deportes para solaz de estresadas mentes pensantes (como la que aparecía en una foto de la sede de Google) en, pongamos por caso, una empresa de transportes. Volvamos al planeta Tierra y asumamos que para el resto de mortales siguen vigentes las normas de toda la vida.
Todos esos ambientes distendidos y flexibles son el vivero en el que crecen las ideas, ideas que se espera produzcan mucho dinero, de ahí el dispendio y la flexibilidad. Nunca se muestra el reverso de la moneda: la exigencia no escrita de disponibilidad permanente y las jornadas laborales de 14 o más horas; como tampoco se mencionan las premisas que debe asumir cada cual para aspirar a un estilo de vida tan "libertario": la responsabilidad en la distribución del tiempo y la eficacia en la gestión de las tareas. En versión para el usuario/consumidor: sin horarios no hay manera de distinguir entre tiempo de ocio y de trabajo, y en un contexto así la opción por defecto es que cualquier tiempo es, por definición, de trabajo. Esa es la cara oculta que desvela Microsiervos, la novela de Douglas Coupland, en la que, formando parte del paisaje en el que se desarrolla la historia, aparecen las enormes contrapartidas vitales que exige trabajar en Microsoft, la empresa paradigma de la modernidad a la que muchos no dejan de aspirar.
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