Visión súbita, emoción certera. Impacto (apéndice apócrifo de Yo y tú, objetos de lujo)

Acabo de terminar Yo y tú, objetos de lujo. El personismo: la primera revolución cultural del siglo XXI (2005) de Vicente Verdú y lo primero que quiero señalar es la curiosa forma en que lo he leído, manejando hasta tres ejemplares diferentes, algo que sin duda ilustra algunos de los cambios que retrata el autor sobre la sociedad individualista de masas y el capitalismo de ficción en los que tan a gusto nos encontramos.

Cogí el libro de la biblioteca y me enganché con los dos primeros capítulos. El fin de semana siguiente llevé a mi hija a una fiesta infantil en un centro comercial en el que, por fortuna, enfrente había un Fnac; así que dejé a mi niña con sus amiguitas y me fui allí a seguir leyendo el libro (los 5 primeros capítulos son antológicos) durante casi dos horas. Al final no pude resistir la tentación de comprar el libro (la edición de bolsillo sólo cuesta 7,55 €) y con ese ejemplar terminé de leerlo entre casa y el metro. La moraleja de esta historia es que el consumo se ha convertido en un continuo de abundancia que circula bajo la discontinuidad de nuestras vidas. Allá donde vayamos --y no me refiero al mundo virtual-- siempre se puede encontrar de todo y en permanente disponibilidad. De eso va el libro de Verdú.

Los filósofos y pensadores progres del 68 clamaron contra el empobrecimiento vital que suponía el auge del consumismo; a cambio proponían esforzarse en conocer las leyes de la historia y después modificarlas para convertir la Tierra en un paraíso de igualdad. No es que este objetivo no sea loable, lo malo es que el tiempo ha demostrado que sus reticencias a la mejora del nivel de vida de los trabajadores escondían el auténtico carácter clasista de estos textos:

"En el universo de la muchedumbre se formó el intelectual que heredó de Sartre a Chomsky el espíritu de la contestación [...] Pero ese intelectual que bregó codo a codo con los obreros hace medio siglo siente hoy rechazo ante las colas de la clase media frente a los museos mediáticos. La mítica del obrero se estropea con la vulgaridad del consumo cultural medio y el canto a la Revolución se detiene ante la canalla verbena de los centros comerciales del extrarradio. De hecho, en cuanto los obreros han pasado de trabajadores explotados a consumidores ilusionados se ha clausurado la complicidad. Pero además estos obreros convertidos en clase media, en ejemplares de cultura «mediocre», crecieron tanto en capacidad adquisitiva que inclinaron la oferta hacia sus gustos, y sus gustos, a estas alturas, conforman no sólo su ropa interior sino las películas o los libros de más éxito" (Verdú, 2005:33).

A pesar de estas agoreras profecías resulta que hoy el "empobrecido" usuario/consumidor tiene un enorme poder de decisión, aunque sólo sea porque es mayoría, y además es más consciente que nunca de sus derechos, los cuales ejerce en toda la extensión de sus posibilidades.

Marcuse fue uno de los primeros pensadores marxistas que quisieron superar esta visión centrada en la política y la lucha de clases. Según Freud, el capitalismo de producción característico del siglo XIX y principios del XX se basó en la apropiación de la energía sexual innata del ser humano para invertirla en trabajo; la civilización occidental, en suma, se alzaba sobre este principio del placer sublimado. Marcuse opinaba que la madurez del capitalismo --que comenzaba a mutar de productivo a consumista-- permitía introducir un principio de actuación que sustituyera a esa realidad vigente sublimada y represora. Consideraba que las sociedades de capitalismo avanzado habían llegado a una plenitud de recursos intelectuales y materiales que permitía la construcción de una civilización no represiva que disfrutara sin complejos del placer que el consumo proporciona. Lanzó esta propuesta en su libro Eros y civilización (1955), en el que auguraba la conquista de la felicidad y la recuperación del placer robado gracias (entre otras cosas) al progreso tecnológico. No debe extrañarnos que algunas de estas ideas se convirtieran en la gasolina de los movimientos de la estela hippiosa y contracultural de los años sesenta en EE UU y Europa.

En 1964, en plena ebullición contestataria y de liberaciones de todo tipo, Bob Dylan acertó a definir exactamente la naturaleza del problema sin necesidad de tanta erudición:

Come mothers and fathers
Throughout the land
And don't criticize
What you can't understand
Your sons and your daughters
Are beyond your command
Your old road is
Rapidly agin'


(The times they are a-changin')

Básicamente se trataba de un enfrentamiento generacional, con la novedad --inédita en la historia de Occidente-- de que por primera vez una generación pugnaba por abrir su propio camino, renegando de la seguridad y el conservadurismo que representaba el de sus padres.

Tras el capitalismo de producción y el de consumo, dice Verdú, llegó el de ficción, cuya expresión social es el personismo. Esta "revolución cultural" como la define su autor, está volcada en la producción de sensaciones y experiencias personales únicas e irrepetibles; pero a diferencia del individualismo, el personismo necesita establecer vínculos con los demás --gracias, una vez más, a la tecnología-- y huye de todo intento de homogeneización. El personismo busca la distinción mediante una selección irrepetible e intrasferible de preferencias individuales y de contactos sociales. De esta manera, a cada capitalismo le correspondería su propia praxis social:

a) capitalismo de producción: lucha de clases
b) capitalismo de consumo: individualismo
c) capitalismo de ficción: personismo

Hoy, el personismo representa una segunda vuelta de tuerca en el proceso de alejamiento intergeneracional iniciado hace 50 años: se da por supuesto que los jóvenes buscarán sus propias señas de identidad, y que lo harán por reacción a lo existente y establecido; la diferencia es que ahora son ellos --de nuevo gracias a la tecnología-- quienes están al frente de la modernidad y de la vanguardia cultural, tirando del carro de los usos sociales. Sus mayores, como miembros de una generación rebasada, no deberíamos criticar lo que no podemos comprender:

"Es frecuente que se hable de la decadencia del cine de Hollywood, pero posiblemente Hollywood, que ha sabido siempre mucho de cine y de público, ha mutado al compás de la nueva sociedad. Nosotros, los «ilustrados», seguimos viendo cine con códigos literarios y hasta filosóficos, esperamos de la cinta lo que demandaríamos paralelamente a un libro de Faulkner o Marguerite Duras, pero esa historia ha concluido. La celebración de horrendas películas llenas de efectos especiales por parte de la juventud no es consecuencia directa de que «no saben nada», sino de que saben algo que los adultos no llegaremos a saber jamás: ver cine con el canon de la imagen y el sonido, sin la expectativa de recibir estímulos morales o intelectuales, sino con la sola idea de pasar un buen rato" (Verdú, 2005:23).

Las elites intelectuales se siguen escandalizando ante el empobrecimiento que supone la cultura de masas, y Verdú se pregunta si ese malestar no esconderá en realidad una mala conciencia de generación amenazada en su ejercicio del poder. Nos encontramos en la misma inflexión revolucionaria que escandalizó a filósofos y pensadores en los años sesenta del siglo XX y encandiló a estudiantes y obreros. Es el mismo cambio de modelo, sólo que esta vez no se trata de poner patas arriba la cultura, sino también la economía, los medios de comunicación y el estilo de vida en su conjunto.

El personismo evidencia el fracaso de las formas de socialización y de comunicación tradicionales: hoy el público sólo demuestra interés a partir de noticias que llamen su atención, acontecimientos cuya espectacularidad destaque entre la infinidad de estímulos diarios, de lo cuales no tiene muy claro cuál escoger. A partir de ahí puede que haya quien profundice en películas, libros y demás productos culturales de toda la vida, pero porque detrás de eso existe el deseo de extraer una emoción, un sentimiento. No con el objetivo de ser mejores ciudadanos, sino de completar la propia personalidad con una experiencia única y gratificante. Todo proceso de aprendizaje tradicional resulta a estas alturas imposible de aplicar: sentar unas bases en forma de teorías generales, esperar que el interés personal compense los esfuerzos que requiere adquirir conocimiento... Es una tarea prácticamente imposible en un mundo que vive bajo el trastorno por déficit de atención. El desprestigio de las aulas y los índices de fracaso escolar lo demuestran.

Aunque no es sólo la revolución cultural del personismo y los cambios que introduce en todos los ámbitos, para mí es más preocupante la perspectiva de una sociedad que se acerca peligrosamente al inmovilismo ideológico:

"Los sujetos y los objetos entran y salen de los media, pero en un caudal tan copioso que el dintel se borra [...], un espacio diáfano que, como ocurre con el capitalismo, tiende a perder sus confines, a difundirse como realidad.

No habrá, pues, ningún espacio mercantil neto ni tampoco un perímetro para el sistema capitalista. ¿Tampoco lucha de clases? La sociedad de consumo culmina dentro del actual capitalismo de ficción la desaparición del sistema como sistema, la desaparición de sus contradicciones internas en cuanto conflicto destructor. El capitalismo pasa de ser una forma concreta a una transparencia. Desaparece así, como formación histórica, para hacerse dueño de la historia, tal y como Marx soñaba, paradójicamente, para el comunismo. Un capitalismo dueño de la realidad y de la producción de realidad [...] Esto es el capitalismo de ficción"
(Verdú, 2005:96-97).

En ese contexto, la única subversión posible es la que el propio Verdú denomina la revolución del NO sin consecuencias: una acertadísima expresión para indicar que el capitalismo permite y acepta cualquier expresión crítica --por muy amenazadora del statu quo que parezca-- a través de cualquier medio, puesto que su omnipresencia garantiza que no habrá consecuencia práctica alguna. En este sentido, el personismo es idéntico a la Ilustración: carece por completo de praxis social. El desprestigio de la política es el indicador más claro de este proceso.

Las exageraciones --que también las hay-- se hacen más visibles en su diagnóstico sobre el futuro de la educación: puede que en esencia todo lo que dice Verdú sea cierto, pero también lo es la imposibilidad de sustituir la educación mediante cultura tradicional por otra basada en los saberes de la sociedad de consumo. Los niños y los jóvenes deben conocer el lenguaje (sin él no podrán relacionarse), el sistema político y económico en el que están inmersos (sin esa información no podrán manejarse en él) y --especialmente-- la ciencia (sin ella no podrán prolongar su confort y su estilo de vida basado en una mezcla de tecnología y estado de bienestar). El grupo-clase sigue siendo la mejor forma conocida hasta ahora para socializar seres humanos; de modo que, por mucha tecnología que entre en ella, el aula siempre estará llena de alumnos formando un universo.

Lo más curioso, con todo, es la posición en la que se sitúa Verdú como narrador: en el centro de su crítica está su propia actividad como autor tradicional (lector, ensayista, escritor, columnista), por lo que es juez y parte en el invento. El tono y el tema le permiten lanzarse a fondo contra todo lo establecido, presentándose como un visionario capaz de apartar el velo que oculta la realidad al resto de su generación. Encuentro en esta pose una cierta autocomplacencia, especialmente en los ataques al prestigio del libro y a quienes se aferran al saber adquirido a través de ellos: es posible que sus profecías se acaben cumpliendo, es posible que la propia generación de Verdú --incluso la siguiente-- esté definitivamente echada a perder o fuera de juego; pero eso no le impide como autor seguir cultivando el ensayo de toda la vida y escribir libros para un reducidísimo mercado donde solamente unos pocos pueden publicar (en lugar de volcarse en las nuevas formas digitales de expresión). En definitiva: un perfecto ejemplo de la revolución del NO sin consecuencias. Su clarividencia analítica no impide que le podamos aplicar aquella frase lapidaria que le suelta Libertad a Mafalda después de que ésta haya logrado dar con la clave de la triste verdad en la vida de las hormigas: "es tan cierto eso que acabas de decir que no sirve absolutamente para nada".

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