Las fuentes de la reflexión dominical
Cada vez con más frecuencia, los columnistas de los suplementos dominicales incluyen en sus anécdotas frases como "el otro día, leí en Internet que..." u otras variantes por el estilo, siempre con el denominador común de Internet como detonante inspirador. No debe extrañarnos puesto que es una forma natural y perfecta para establecer el tono del artículo y de paso colocar al lector en la disposición idónea: una mezcla de actualidad, cotilleo y curiosidad. Todo lo demás --el estilo, la deriva ideológica, el posicionamiento ético, el enfoque cómico o serio-- son elementos secundarios. La mayoría de autores que cultivan el género caen tarde o temprano en una u otra variante de esta práctica. Internet se ha convertido en su fuente de inspiración ideal, el filón definitivo en la mina de los puntos de vista, los temas y las anécdotas, dado el tamaño inmenso de la red y lo --relativamente-- efímero de sus carreras. Se acabó estrujarse el cerebro para dar con un suceso que comentar, recordar o especular... ahuyentando definitivamente la tentación de reflexionar --a falta de ideas mejores-- sobre el póster que hay delante del ordenador (alguno lo ha hecho) cuando aprieta el plazo de entrega.
De estas firmas de suplemento se espera casi siempre un tema entre superficial, paradójico y/o curioso del que extraer una breve reflexión acerca de la vida y del amor también; comentarios de acontecimientos recientes --normalmente cotidianos y banales--, todo ello salpicado con gotas de un teórico y exclusivamente formal sentido de la justicia, extensible también a los entresijos domésticos de la historia de cultura (las anécdotas vitales de los grandes personajes de la historia son mis favoritas). El tono también se ajusta a unas pautas no escritas fácilmente deducibles: una mezcla de escepticismo, reivindicación, melancolía y sensibilidad cuidadosamente dosificados. El artículo de dominical es un género complicado; por eso no me parece mal que se inspire en Internet, puesto que garantiza variedad infinita, que es lo que espero de un dominical. Lo que llevo peor es el prurito elitista que destilan estos suplementos y, por extensión, los articulitos; pero eso no viene al caso ahora. Lo sorprendente es la rápida unanimidad en la adopción de esta práctica; quizá porque es una forma sutil y elegante de desnudar el artificio del relato (incluyendo detalles y comentarios al margen) a la vez que el autor queda como un moderno a la última. El mayor riesgo al que se enfrentan quienes lo practican es convertir Internet en su única fuente de inspiración, incluso de sus obras de ficción, y acabar adoptando este mismo estilo a los textos de ficción o de ensayo.
Antes la frontera estaba mucho mejor definida: la Novela y el Ensayo (con mayúsculas, por supuesto) poseían un prestigio (en el primer caso básicamente otorgado por las editoriales; por las universidades y otras instituciones afines en el segundo) que servían de filtro e imponían al recién llegado unas pautas y un estilo que se autoperpetuaban sin problemas. En tres palabras: adáptate o vete. En el otro lado estaban los demás géneros menores (en minúscula, por supuesto) sin distinción; menores porque carecían de prestigio, no por la extensión o la profundidad de sus temas o formatos. Las revistas de cotilleo, la novela gráfica, los coleccionables, todo eso eran simples entretenimientos u ocupaciones para los que no podían dar el salto a la primera línea de la ficción o el refugio para los segundones sin acceso a las instituciones académicas.
Pero llegó Internet, y después de las páginas personales llegaron los blogs, que reúnen en su interior un poco de todo lo anterior: enfoque propio de autores no especializados/no consagrados/sin prestigio (yo soy un ejemplo perfecto), escritores en prácticas, experimentos formales, tono y temas coloquiales... Después, el tirón de audiencia y la inacabable capacidad de Internet para fagocitar toda expresión cultural (música, audiovisual, literatura, videojuegos...) han provocado la relativización de todos esos ámbitos sagrados que parecían perfectos e inaccesibles. Las primeras figuras de los circuitos elitistas de la cultura comprueban de pronto que sus actividades interesan cada vez menos (únicamente a los iniciados de su propio entorno), y que las audiencias mayoritarias se vuelcan en una cultura más informal y directa, sedienta de sentido práctico. La investigación y las vanguardias siguen siendo cotos vedados a la chusma, la diferencia es que ahora nadie quiere formar parte de ellas.
El posmodernismo es un concepto que ejemplifica perfectamente este tránsito de lo sagrado a lo banal: de teoría y método para analizar y explicar prácticamente todo --semiótica, psicoanálisis, historia, economía, lingüística, comunicación, arte-- ha pasado a colosal fraude filosófico, tal y como denuncia sin tapujos Juan José Sebreli en su libro El olvido de la razón. Un recorrido crítico por la filosofía contemporánea (2007). Finalmente, un autor (que, no lo olvidemos, formó parte de los cotos vedados de la sabiduría institucional) se atreve a confesar por escrito (justo cuando su mundo amenaza con perder el poco interés que todavía despierta) que el posmodernismo era un fraude. Lo más curioso es que, en pleno auge del enfoque posmoderno para todas las cosas, a la mayoría de usuarios/consumidores, su sentido común les gritaba que toda esa cháchara especializada era:
a) palabrería de autores aburridos con ganas de dárselas de expertos
b) una forma de aumentar su propio valor académico a base de textos crípticos
c) pajas mentales
Aunque Sebreli no está libre de pecado, eso no impide que valoremos que tire la primera piedra. Y eso que años antes se habían alzado voces muy críticas en pleno auge posmoderno, las cuales fueron convenientemente ahogadas o ignoradas por completo. Como la de André Glucksmann, que escribió en 1988 La estupidez. Ideología del posmodernismo, editado por última vez en castellano en 1994. Un mérito que no impide que a Glucksmann debamos descontarle el IVA, pues no en vano intervino en los sucesos de mayo del 68 como militante maoísta y ha acabado votando a Sarkozy, pasando por una justificación escrita de la invasión de Iraq.
Convendrá recordar una vez más el inmisericorde retrato de los intelectuales que hizo Richard Hofstadter en su libro Anti-intellectualism in American life (1963):
"Un intelectual es aquel que reúne las siguientes condiciones: 1) profesor o protegido de un profesor; 2) superficial; 3) superemocional o femenino en sus reacciones frente a los problemas; 4) pedante y proclive a examinar los diferentes lados de una cuestión hasta llegar a un punto que acaba dejándolo todo como está; 5) arrogante y despectivo con la experiencia de los hombres más sanos y capaces; 6) confuso en el pensamiento e inmerso en una mezcla de sentimentalidad y violento evangelismo; 7) doctrinario y partidario del socialismo soviético como opuesto a la greco-galo-americana idea de la democracia y el liberalismo económico; y 8) sujeto a la obsoleta filosofía de la moralidad nietzscheana que conduce a la desdicha".
Tras este compendio de virtudes --mi favorita y la más vigente aún creo que es la número 4-- uno podría llegar a desear que se extinguieran cuanto antes, al menos en su acepción filosófico-sesentayochista, para que de sus cenizas pueda surgir una nueva figura social y académica que:
1) huya de lo espeso como estrategia de reivindicación/justificación de su actividad
2) no convierta su especialidad en una élite
3) esté comprometido con el progreso y con la democracia
4) se implique en temas políticos de alcance cotidiano (no solamente en debates teóricos)
5) que no vaticine cada tanto la hecatombe cultural ni lamente la crisis de valores (los suyos, que han dejado de ser mayoritarios).
Una persona, en definitiva, abierta al ensayo y al error, sin miedo a aceptar cargos políticos y a aparecer en concursos de televisión, cuyas ambiguas declaraciones no levanten sospechas de que "todo vale" o "hay que contextualizar", porque hay una ética democrática --laica, redistributiva, que premia la iniciativa individual sin olvidar la igualdad de oportunidades-- que sí vale la pena defender.
De estas firmas de suplemento se espera casi siempre un tema entre superficial, paradójico y/o curioso del que extraer una breve reflexión acerca de la vida y del amor también; comentarios de acontecimientos recientes --normalmente cotidianos y banales--, todo ello salpicado con gotas de un teórico y exclusivamente formal sentido de la justicia, extensible también a los entresijos domésticos de la historia de cultura (las anécdotas vitales de los grandes personajes de la historia son mis favoritas). El tono también se ajusta a unas pautas no escritas fácilmente deducibles: una mezcla de escepticismo, reivindicación, melancolía y sensibilidad cuidadosamente dosificados. El artículo de dominical es un género complicado; por eso no me parece mal que se inspire en Internet, puesto que garantiza variedad infinita, que es lo que espero de un dominical. Lo que llevo peor es el prurito elitista que destilan estos suplementos y, por extensión, los articulitos; pero eso no viene al caso ahora. Lo sorprendente es la rápida unanimidad en la adopción de esta práctica; quizá porque es una forma sutil y elegante de desnudar el artificio del relato (incluyendo detalles y comentarios al margen) a la vez que el autor queda como un moderno a la última. El mayor riesgo al que se enfrentan quienes lo practican es convertir Internet en su única fuente de inspiración, incluso de sus obras de ficción, y acabar adoptando este mismo estilo a los textos de ficción o de ensayo.
Antes la frontera estaba mucho mejor definida: la Novela y el Ensayo (con mayúsculas, por supuesto) poseían un prestigio (en el primer caso básicamente otorgado por las editoriales; por las universidades y otras instituciones afines en el segundo) que servían de filtro e imponían al recién llegado unas pautas y un estilo que se autoperpetuaban sin problemas. En tres palabras: adáptate o vete. En el otro lado estaban los demás géneros menores (en minúscula, por supuesto) sin distinción; menores porque carecían de prestigio, no por la extensión o la profundidad de sus temas o formatos. Las revistas de cotilleo, la novela gráfica, los coleccionables, todo eso eran simples entretenimientos u ocupaciones para los que no podían dar el salto a la primera línea de la ficción o el refugio para los segundones sin acceso a las instituciones académicas.
Pero llegó Internet, y después de las páginas personales llegaron los blogs, que reúnen en su interior un poco de todo lo anterior: enfoque propio de autores no especializados/no consagrados/sin prestigio (yo soy un ejemplo perfecto), escritores en prácticas, experimentos formales, tono y temas coloquiales... Después, el tirón de audiencia y la inacabable capacidad de Internet para fagocitar toda expresión cultural (música, audiovisual, literatura, videojuegos...) han provocado la relativización de todos esos ámbitos sagrados que parecían perfectos e inaccesibles. Las primeras figuras de los circuitos elitistas de la cultura comprueban de pronto que sus actividades interesan cada vez menos (únicamente a los iniciados de su propio entorno), y que las audiencias mayoritarias se vuelcan en una cultura más informal y directa, sedienta de sentido práctico. La investigación y las vanguardias siguen siendo cotos vedados a la chusma, la diferencia es que ahora nadie quiere formar parte de ellas.
El posmodernismo es un concepto que ejemplifica perfectamente este tránsito de lo sagrado a lo banal: de teoría y método para analizar y explicar prácticamente todo --semiótica, psicoanálisis, historia, economía, lingüística, comunicación, arte-- ha pasado a colosal fraude filosófico, tal y como denuncia sin tapujos Juan José Sebreli en su libro El olvido de la razón. Un recorrido crítico por la filosofía contemporánea (2007). Finalmente, un autor (que, no lo olvidemos, formó parte de los cotos vedados de la sabiduría institucional) se atreve a confesar por escrito (justo cuando su mundo amenaza con perder el poco interés que todavía despierta) que el posmodernismo era un fraude. Lo más curioso es que, en pleno auge del enfoque posmoderno para todas las cosas, a la mayoría de usuarios/consumidores, su sentido común les gritaba que toda esa cháchara especializada era:
a) palabrería de autores aburridos con ganas de dárselas de expertos
b) una forma de aumentar su propio valor académico a base de textos crípticos
c) pajas mentales
Aunque Sebreli no está libre de pecado, eso no impide que valoremos que tire la primera piedra. Y eso que años antes se habían alzado voces muy críticas en pleno auge posmoderno, las cuales fueron convenientemente ahogadas o ignoradas por completo. Como la de André Glucksmann, que escribió en 1988 La estupidez. Ideología del posmodernismo, editado por última vez en castellano en 1994. Un mérito que no impide que a Glucksmann debamos descontarle el IVA, pues no en vano intervino en los sucesos de mayo del 68 como militante maoísta y ha acabado votando a Sarkozy, pasando por una justificación escrita de la invasión de Iraq.
Convendrá recordar una vez más el inmisericorde retrato de los intelectuales que hizo Richard Hofstadter en su libro Anti-intellectualism in American life (1963):
"Un intelectual es aquel que reúne las siguientes condiciones: 1) profesor o protegido de un profesor; 2) superficial; 3) superemocional o femenino en sus reacciones frente a los problemas; 4) pedante y proclive a examinar los diferentes lados de una cuestión hasta llegar a un punto que acaba dejándolo todo como está; 5) arrogante y despectivo con la experiencia de los hombres más sanos y capaces; 6) confuso en el pensamiento e inmerso en una mezcla de sentimentalidad y violento evangelismo; 7) doctrinario y partidario del socialismo soviético como opuesto a la greco-galo-americana idea de la democracia y el liberalismo económico; y 8) sujeto a la obsoleta filosofía de la moralidad nietzscheana que conduce a la desdicha".
Tras este compendio de virtudes --mi favorita y la más vigente aún creo que es la número 4-- uno podría llegar a desear que se extinguieran cuanto antes, al menos en su acepción filosófico-sesentayochista, para que de sus cenizas pueda surgir una nueva figura social y académica que:
1) huya de lo espeso como estrategia de reivindicación/justificación de su actividad
2) no convierta su especialidad en una élite
3) esté comprometido con el progreso y con la democracia
4) se implique en temas políticos de alcance cotidiano (no solamente en debates teóricos)
5) que no vaticine cada tanto la hecatombe cultural ni lamente la crisis de valores (los suyos, que han dejado de ser mayoritarios).
Una persona, en definitiva, abierta al ensayo y al error, sin miedo a aceptar cargos políticos y a aparecer en concursos de televisión, cuyas ambiguas declaraciones no levanten sospechas de que "todo vale" o "hay que contextualizar", porque hay una ética democrática --laica, redistributiva, que premia la iniciativa individual sin olvidar la igualdad de oportunidades-- que sí vale la pena defender.
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