El algoritmo del amor: 2. ¿El amor?

1. El algoritmo

«En lo sucesivo, lo que nos resultará obsceno ya no será la sexualidad, sino el sentimentalismo» (Roland Barthes, 1977).

«Mi amor propio no me bastará. Siempre necesitaré otra mirada que me demuestre que existo» (Judith Duportail, 2019).

«La receta de Coca-Cola sigue siendo un secreto, pero sabemos que una autoridad sanitaria certifica que es apta para su consumo. ¿Por qué nadie comprueba si el algoritmo de Tinder respeta nuestra dignidad?» (Judith Duportail, 2019). 

Este texto es la intersección de tres libros: Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo (Eva Illouz, 2006), Con qué sueñan los algoritmos. Nuestras vidas en el tiempo de los Big Data (Dominique Cardon, 2018) y El algoritmo del amor (Judith Duportail, 2019). Aquello que parezcan aciertos y verdades son méritos de sus respetiv@s autor@s. Las equivocaciones, confusiones, malinterpretaciones y desaciertos son cosa mía.

Así pues, los algoritmos los crean humanos imperfectos e interesados, igual de imperfectos e interesados que los humanos a los que analizan. Han sido dotados de unas premisas socio-sicológicas alineadas con un modelo de negocio pocas veces admitido en voz alta. Pero esto a la mayoría parece importarle poco, tan pasmada está con las gratificaciones inmediatas que le proporcionan día a día, hora tras hora, minuto a minuto... Pero ojo, esta actitud condescendiente e inmadura no es nueva: si preguntáramos a la gente si cree que los algoritmos que manejan las máquinas tragaperras de los bares son absolutamente neutros en la concesión de premios, estoy convencido de que casi todos contestarían que no. Y es que, a un nivel casi instintivo, sabemos que las tragaperras trabajan para el beneficio de quienes las pone en los bares, pero eso no impide que sigamos echando una moneda tras otra. Ahí va una de nuestras mejores definiciones como especie.

Actuamos así a pesar de las evidencias en contra porque al final podría haber una recompensa (obtener por la cara una buena cantidad de dinero), da igual que desconfiemos de su transparencia, de que estén trucadas y jueguen contra nosotros. Y si desconfiamos de los algoritmos de las tragaperras, ¿por qué no hacerlo también de las apps a las que les encargamos que nos busquen pareja? El algoritmo de las tragaperras nos parece burdo y primitivo, por eso lo despreciamos; pero en las apps de ligoteo, como la cantidad de factores concurrentes tiende al infinito y excede nuestra capacidad de proceso, renunciamos a toda comprensión y hacemos dos cosas: 1) damos por buenos los resultados sin cuestionar nada y 2) nos desentendemos del hecho de que detrás hay una serie de presupuestos sociales, raciales y/o sicológicos que no aceptaríamos en un programa político. Eso sin mencionar el hecho de que detrás hay un modelo de negocio que nos saca tanta pasta o más que las tragaperras.

Los gurús de estas apps asumen que los comportamientos y de las interacciones sociales sólo se pueden hacer visibles y útiles gracias a potentes algoritmos que rascan a muy bajo nivel nuestros rastros (clics, likes, swipes) capaces de convertirlos en pautas. Estos comportamientos ya no dan cuenta de una población ni de un Estado, sino únicamente de sí mismas: si muchos lo hacen es muy probable que otros lo hagan también. El problema no es que estos algoritmos revelen una faceta de nuestro comportamiento que no somos capaces de ver por estar compuesta de miles de interacciones aisladas en el tiempo y el espacio que nos parece imposible que las haya realizado la misma persona, sino porque afloran gracias conjuntos de reglas a las que les importa una mierda que encontremos a nuestra media naranja ideal. El verdadero objetivo es que en este empeño nos dejemos el tiempo, la autoestima y la pasta, sobre todo la pasta.

Todo esto funciona porque estamos inmersos en una economía atrofiada de sentimientos. El denominado capitalismo emocional (Illouz dixit) fomenta una mercantilización extrema de los sentimientos: autoexpresión, identidad sexual, comunicación emotiva, inviolabilidad de las opiniones íntimas... Las emociones y la personalidad que se expresan a través de ellos son los dos principales indicadores para inyectar valor a las personas en el capitalismo emocional, para acumular capital social (likes, matchs, retuits). Cuidado, no nos confundamos: la personalidad significa en este contexto dos cosas: juventud y belleza física, las mercancías que más y mejor generan atracción, deseo y ganas de pagar por ello (igual que los gritos y la risa infantiles en Monstruos S.A.). Las apps de ligoteo conforman un mercado virtual de las relaciones humanas en el que son invertidos estos valores para buscar pareja y sexo (todo a la vez, cortocircuitándose). Esas mismas apps delimitan un terreno de juego aparentemente neutral que, al mismo tiempo, es capaz de adaptarse a las premisas y preferencias de cada uno de sus jugadores; algo así como la mano invisible del todopoderoso mercado autorregulado de Adam Smith hecha realidad (virtual).

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo es posible que el capitalismo haya conseguido valorizar cosas tan abstractas y personales como las emociones y los sentimientos? No me refiero al negocio de los relatos románticos y las películas ñoñas, sino a lograr convertirlos en parte integrante de una transacción económica. De hecho, todo empezó cuando las emociones establecieron su hegemonía en el terreno donde habían estado confinadas históricamente: en los discursos terapéuticos que explican las relaciones íntimas; desde ahí saltaron al ámbito de las relaciones laborales (autenticidad, autorrealización, colaboración, igualdad...), para finalmente, gracias a la eclosión de las redes sociales, conquistar el amplio territorio del ocio y la sociabilidad bajo la apariencia de un modelo cultural. La autoayuda es el canal por el que, durante mucho tiempo, circuló el discurso terapéutico de las emociones y, aunque no gozaba de prestigio académico, se presentaba como una guía útil para que cualquiera cambiara su vida con un esfuerzo mínimo que le permitiera encajar en los parámetros normativos dominantes de cada momento. El problema es que todas las situaciones que no coinciden con estos ideales normativos se consideran implícitamente inválidos o bloqueados por sentimientos negativos (sufrimientos, traumas, culpa, miedos) que impiden su consecución. Y aquí es donde sus reversos positivos (perseverancia, momentos definitorios, orgullo, resiliencia) comenzaron a valorizarse como discurso terapéutico, como estilo de vida para exhibir en perfiles virtuales...


El amor romántico que sustentó las relaciones íntimas de las clases obreras durante la Revolución Industrial primaba la espontaneidad, la atracción sexual, un fingido desinterés (el amor se consideraba un sentimiento instintivo, desligado de las emociones individuales) y la exclusividad (herencia del cristianismo sin duda). El capitalismo emocional, en cambio, ha modificado radicalmente estos fundamentos: las relaciones se presentan ahora como un proceso de selección racional de la pareja ideal, el fomento de la atracción mediante iconos y fotografías (un sucedáneo de la proximidad física), una interacción que busca la valorización propia frente al otro (soy guay, viajo mucho, tengo muchas amistades, soy divertido/a, estoy muy bueno/a y tú seguro que tienes mucho defectos que ocultas en tu perfil) y la prescripción positiva de la abundancia y el intercambio constantes (la promiscuidad es un refuerzo emocional que permite comparar y detectar al definitivo/a cuando aparece).

Desde un punto de vista sicológico, el amor romántico tradicional activa cuatro procesos básicos: 1) atracción física, 2) movilización de situaciones/relaciones pasadas (sentimentales y biográficas), 3) funcionamiento a un nivel semi o inconsciente (que lo asimila a algo instintivo) y 4) idealización del otro/a (al que se considera mejor/superior y ante al que hay que hacerse digno/a). «Al enamoramos, identificamos o redescubrimos personas de nuestro pasado, nos concentramos en pocos detalles y formamos así una visión holística del otro, no una visión fragmentada y encasillada [...] El modelo tradicional del amor y su concentración en el cuerpo no equivale a una falta de juicio, sino que es la vía más rápida y eficiente para que la mente tome una decisión de ese tipo [...] El problema de enamorarse es operar el pasaje de un amor espontáneo y aparentemente irracional a un amor que se sostenga en la vida cotidiana» (Illouz dixit). El capitalismo emocional, por su parte, activa otros cuatro muy diferentes: 1) comunicación a base de textos breves e imágenes sugerentes que sustituyen al estímulo corporal directo, 2) una actitud prospectiva (proyectar futuros sobre el otro/a, no se escarba, al menos de entrada, en el pasado), 3) comparación a un nivel muy consciente (con relaciones precedentes), como si estuviéramos eligiendo un producto en el supermercado y 4) subestimar al otro/a en el encuentro crucial cara a cara (donde obtenemos seguridad infravalorando al otro/a). De nuevo Illouz lo resume a la perfección: cuando se venden seis tipos de mermeladas, el 30% de las personas compra el mismo; cuando se venden veinticuatro tipos de mermelada, sólo el 3% compra la misma. La razón es simple: a medida que aumentan las opciones se interfiere con la capacidad de tomar decisiones rápidas sobre la base de poca información. ¿Acaso no es esto lo que hacemos en las apps de ligoteo? Lo que no me queda tan claro es que con el amor romántico sólo hubiera seis tipos de mermeladas... La cosa es que estas plataformas fomentan un modo sentimental de sociabilidad que nos infantiliza, nos hace hipervulnerables a la decepción y fomenta un ansia enfermiza por destacar del resto (aunque sea a costa de ser grosero/a o ridículo/a).

Así pues, la búsqueda de la pareja ideal incluye una curiosa mezcla de síntomas, herencias, manipulaciones y querencias que, expuestas en lenguaje neutro desde una instancia ajena, puede irritar por igual a usuarios/consumidores más recalcitrantes y a gurús de la corrección política (sobre todo a los que se consideran a salvo de toda amenaza):

1. Mujeres que han interiorizado unos cánones de belleza inalcanzables que, además, creen liberadores (la belleza y la deseabilidad las convertirán en seres socialmente valiosos), que sufren problemas de autoestima y tienden a adoptar los signos más disfuncionales de ese canon imposible (el reverso oscuro del discurso terapéutico). En general las mujeres se debaten incesantemente entre el deseo de ser guapas y el de que les importe una mierda serlo; entre el deseo de seducir y el de que las vean como una persona y no como un objeto; entre la frivolidad y el feminismo (Duportail dixit). La edad, ciertos traumas románticos y la rebeldía sobrevenida contra el lado en el que han militado durante demasiado tiempo suelen ser los desencadenantes de un tránsito que implicará desequilibrios. Desde el momento que su ego se basa en miradas externas, se hacen vulnerables a cualquier desvío del guión normativo.

2. La incontrovertible realidad de uno de los mecanismos psicológicos más poderosos que incluimos de serie los humanos: el de la recompensa aleatoria y variable (cuyo reverso oscuro es la adicción). Todo se reduce a no saber si tras cada elección (y hacemos cientos al día en estas apps) recibiremos el premio gordo y en qué consistirá (un like, un match, un retuit...). Tampoco es un signo exclusivo de estos tiempos: en la era predigital estas recompensas equivalían a una mención no solicitada de un medio de comunicación, los 15 minutos de fama warholianos de un desconocido o la lotería de un éxito popular imprevisto... Es muy difícil escapar al subidón del ego que esto provoca, y una prueba clara es que la gente compra los love-life boost en Tinder por 25 € al mes para obtener respuesta a sus mensajes en menos de una hora (lo que implica que Tinder retrasa interesadamente las de quienes no lo han adquirido).

3. La prepotencia de los algoritmos que sostienen las apps de ligoteo: algunos gurús afirman que a partir de un mínimo de 68 likes se puede predecir el color de piel (en un 95%), la orientación sexual (88%), las convicciones políticas (85%) e incluso determinar si los padres están o no divorciados. Y todo ello sin necesidad de echar mano de la información explícita del perfil. Sin embargo, si pudiéramos revisar nuestros propios rastros reformulados por los estos algoritmos, comprobaríamos la de sesgos y errores que contienen (puedes obtener una muestra gratis aquí).

En corto y claro: se trata de la misma debacle que narra tan crudamente el episodio Caída en picado (2016) de la serie Black mirror. Debido a la ingente cantidad de rastros que dejamos en las redes existe una probabilidad abrumadora de que todos los algoritmos sepan lo que haremos en el futuro. No medimos ni expresamos nuestra libertad a partir de las infinitas opciones de elección, más bien somos prisioneros de nuestros respectivos pasados. «Los zelotas californianos de los big data tienen como proyecto reelaborar nuestras sociedades a partir de lo real cuantificado, y ya no conforme a los fundamentos sesgados de ideologías [...] Otros promueven la visión libertaria de una sociedad capaz de autoorganizarse y de secretar las cifras que la representan, confiando al mercado el cuidado de reflejar aquello que los Estados deforman [...] La paradoja de la sociedad del cálculo es que amplifica los fenómenos de coordinación de la atención y de jerarquización del mérito, mientras permite a los individuos sentirse cada vez más libres en sus elecciones. De hecho, los dispositivos de cálculo le dan a la sociedad los medios para reproducir por su cuenta las desigualdades y las jerarquías que residen en ella» (Cardon dixit).


Los algoritmos no distinguen entre información, expresiones subjetivas, registros contextuales de comportamientos (geolocalización, itinerario en una web, tiempo de estancia en una página) y demás datos críticos, simplemente lo procesan todo y nos encasillan en un perfil y en una proyección probabilista sobre las decisiones que tomaremos ante los dilemas que nos proponen. Y a nosotros nos importa una mierda porque lo que queremos es que la máquina nos diga lo que debemos hacer para saber si la persona que hemos marcado encajará a la perfección con nosotros y --ahora viene lo bueno-- si es la mejor opción de todas las disponibles a nuestro alcance. No se puede más tonto ni más ingenuo, porque la búsqueda en la que nos hemos embarcado no tiene fin; está diseñada para que siempre nos quede la sensación de que el siguiente perfil será El Definitivo. Porque el objetivo es que nos quedemos allí el máximo tiempo de vida posible... dejándonos la pasta, como en las tragaperras.

A la larga, funcionamos como consumidores en perpetua insatisfacción, convencidos de vivir en un entorno de abundancia: desestimamos por sistema aquello que nos entra por el ojo (por un azar algorítmico, no lo olvidemos) porque nos autoconvencemos (debido a la sobreoferta inacabable) de que después habrá algo mejor. Nos hemos persuadido interiormente de que lo sabremos detectar cuando aparezca, pero no es verdad. Funcionamos así y no hay remedio. De manera que swipear se convierte en una actividad en sí misma que acaba por no tener ningún sentido y nuestro cerebro se inmuniza contra tanta descarga de dopamina en forma de match. Y llega un punto de saturación en el que nuestros sentimientos anhelan algo más fuerte, algo que aún no hemos inventado, y entonces irrumpe la decepción, el deseo de abandonar la partida y quedar al margen. Con la autoestima por la nubes estamos seguros de que deslizar será suficiente para ser felices. Izquierda, izquierda, izquierda... hasta que se convierte en una pauta obsesiva.

Lo más acojonante de este proceso patológico es que no se trata de una cuestión cultural, de imposiciones, tradiciones o manipulaciones del poder del estilo de los Cultural Studies y demás sandeces conspiranoides, sino que es algo evolutivo, un diseño existente en nuestro ADN que el capitalismo emocional explota a conciencia. Como animales pasamos el 98% de nuestra vida en un medio ambiente de escasez, lo que agudiza nuestros sentidos y nuestro ingenio; pero cuando invertimos la ecuación (y esto no lo podíamos saber cuando estábamos en la sabana africana) nos atrofiamos como individuos y como especie. No respondemos bien a la abundancia como entorno social, aunque sea artificialmente generada. Estoy convencido de que por una razón muy parecida nuestro cerebro es incapaz de procesar negaciones (Coupland dixit).

¿Qué tiene todo esto que ver con el amor?



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