El algoritmo del amor: 1. El algoritmo

«Los reality show [...] son un claro ejemplo de cómo el pensamiento mágico se alza como la nueva religión de los millenials. Frente a un futuro confuso, un mar con un sinfín de posibilidades y poco tiempo para dedicar a nuestras relaciones sentimentales, sólo la psicología y la astrología ofrecen remedios que reconfortan más que cualquier medicina: "ofrecen una gratificación instantánea" [...] Todo lo que se envía al universo regresa a nosotros tarde o temprano y solo a través de acciones bondadosas como la oración, la imagen optimista y las prácticas espirituales como la meditación sexual, lograremos aumentar nuestras posibilidades para encontrar el amor [...] Es importante comprender que todo en el cosmos está conectado y que, con una correcta orientación de tus vibraciones, tarde o temprano serás bendecido con tu semejante» (Núria Gómez y Estela Ortiz: Love me, Tinder, 2019).

Vivimos en una era en la que el imaginario social está sometido al dictado de la ciencia ficción emocional. Los científicos trabajan incansablemente en la modificación del ADN, de momento con la excusa de erradicar enfermedades, pero con el ojo puesto en una clonación de individuos que equivalga de facto a la inmortalidad. Los tecnócratas, por su parte, investigan cómo volcar una conciencia en La Nube, de manera que cuando nuestro cuerpo se extinga (y no podamos aún clonarlo), podamos existir para siempre en una eterna sublimación transhumana de los sentidos. Existe una confianza injustificada en el poder de la ciencia para convertir en realidad futuros imaginados por escritores, cineastas y toda clase de expertos y gurús. En paralelo, sin entrar en contradicción con todo lo anterior, ese mismo imaginario social ensalza hasta extremos desorbitados la importancia de los sentimientos (amores, relaciones, vínculos familiares, la solidaridad...). En la cima de nuestra singularidad irrepetible y única como personas hemos situado todas esas emociones íntimas e inviolables (que, además, las consideramos como un producto del instinto, es decir, son naturales e infalibles), las cuales debemos descubrir, escuchar y comprender para alcanzar el objetivo fundamental de nuestra socialización como especie: emparejarnos. Para conseguir transformar este deseo en necesidad, echamos mano de toda clase de disciplinas científicas, modas estéticas y saberes tradicionales: sicología social, etnografía, cirugía, estereotipos románticos, cosmética, astrología, medicinas alternativas, autoayuda... Todo vale para justificar cambios de opinión, egoísmos y miserias, a condición de que se haga con un lenguaje y una imagen positivos. Y es que hemos acabado por creemos firmemente eso de que a la gente buena le pasan cosas buenas, así que lo negativo mejor ni mencionarlo directamente, o blanquearlo mediante ridículos conceptos aparentemente neutros, o ampliar la inclusividad de las denominaciones hasta el infinito y más allá (no vaya a ser que alguien se sienta excluido u ofendidito). Confundimos el bienestar emocional con la felicidad.

En lo que se refiere a la ciencia y la tecnología, como la mejora del ADN y la conciencia transhumana aún tardarán en llegar, las generaciones que hoy compartimos el planeta (baby boomers, X, Y --aka millenials-- y Z) buscan algunos hitos de modernidad radical que podamos disfrutar aquí y ahora y que indiquen que ya estamos en proceso de convertirnos en una nueva especie. Eso sí, que estos avances sean gratis, sencillos e inmediatos, como manda el espíritu de los tiempos. Sin efectos secundarios, y 100% seguro, y de resultados garantizados. De momento hemos empezado por querer eliminar todo rastro de incertidumbre en aquellos tránsitos de la vida marcados por el azar: salud y amor.

Es una estrategia perfecta por dos motivos: 1) se ocupa de sentimientos universales: todos estaremos tentados en uno u otro momento de nuestra vida: 2) promete satisfacer instintos igual de fundamentales y universales (seguridad, compañía, descendencia), aunque no todos a la vez ni con el mismo orden e intensidad (no sea que alguien se sienta excluido u ofendidito). Y para que funcione tiene que garantizar el máximo grado de personalización: todos tenemos un mismo deseo, pero queremos satisfacerlo a nuestra manera y, si puede ser, exhibiendo al resto nuestra singularidad. Esto sólo se puede lograr con la tecnología, dejando en sus manos el diagnóstico y unos resultados a medida. Esto sólo lo pueden hacer los algoritmos. ¿Qué ha pasado para que creamos que es una buena idea dejar nuestra salud y nuestra estabilidad emocional en sus manos? ¿Hemos perdido la capacidad de decidir y actuar por instinto? ¿Tan grande es nuestro deseo de seguridad que renunciamos a actuar a partir de primeras reacciones o de análisis racional? ¿Qué pueden aportar los algoritmos en esta labor que nosotros no sepamos hacer? ¿Qué son los algoritmos?

1. Son series de instrucciones que crean marcos de decisión a partir de unas premisas introducidas explícitamente y que sirven para realizar tareas repetitivas, incluido el proceso de información.

2. Pueden manejar una cantidad enorme de información y variables, alcanzando niveles inimaginables para nuestra capacidad de percepción y análisis. Contrastan y evalúan muchísima información muy rápidamente. Además, en semejantes magnitudes de datos, son capaces de detectar patrones y tendencias que a nosotros nos resultan imposibles de ver dada nuestra limitación cognitiva. Esta es la razón por la que los consideramos tanto o más inteligentes que nosotros, y también por la que damos por buenos sus resultados sin apenas verificarlos críticamente.

3. Los algoritmos miden la popularidad (los clics), la autoridad (los enlaces), la reputación (los likes) y la predictividad (los rastros que hemos dejado con todos los anteriores) de toda nuestra actividad en Internet. Organizan la visibilidad de toda la información que volcamos en ella (la humanidad genera hoy alrededor de 2.500.000.000 de gigas de datos cada día) y tratan de monetizarla: información básica, estado de sentimientos, preferencias, intereses, ideología, lo que anhelamos, lo que nos pone y no revelamos a nadie... Todo. Quitemos algo de IVA: los algoritmos que miden clics, enlaces y likes hace años que llevan arrastrando su ineficacia e incapacidad para proporcionar conocimiento útil. Son un fracaso rotundo pero se sigue recurriendo a ellos para medir la importancia y la popularidad, igual que los economistas aún creen que la riqueza de los países se expresa en el dato del PIB. Donde sí se están obteniendo grandes resultados (para las empresas) es en el análisis de los rastros

4. La clave de cualquier algoritmo no es su capacidad de proceso ni la personalización de los resultados, sino las premisas (a veces técnicas, a veces sociológicas, incluso ideológicas) que injertan en ellos sus propietarios, y que son las que darán un sentido a los resultados. La estadística tradicional de los países trabaja con indicadores más o menos objetivos: categorías profesionales, formativas, de ingresos... Elementos que sirven de materia prima para establecer diagnósticos del estado de un país, un grupo social... Las estadísticas oficiales consideran verdad un valor instrumental donde lo único que cuenta es la evolución del valor medido (no la realidad medida que hay detrás): así, el drama de las mujeres asesinadas por violencia machista se convierte en el número de mujeres maltratadas en lo que va de año (comparado siempre con el anterior), y ese valor es el que indica si hay que preocuparse mucho o poco. Los algoritmos, en cambio, se conforman con establecer correlaciones que no requieren causas, no necesitan un modelo que ofrezca una explicación. Detectan pautas y cambios en el comportamiento de conjuntos de individuos y, a continuación, predicen o anticipan esos mismos cambios en otros individuos que todavía no los han evidenciado. No es una estadística descriptiva, sino orientada al beneficio. Esa es la principal diferencia.

Aun así, los algoritmos no son algo nuevo; al contrario, hace décadas que se inventaron. La máquina de café de nuestra oficina funciona gracias a un algoritmo primitivo que sabe distinguir secuencias de acciones para preparar diferentes tipos de cafés. Lo que pasa es que desde entonces han incrementado exponencialmente sus capacidades, versatilidad y eficacia, sobre todo a la hora de procesar datos y detectar tendencias. Estos son los que despiertan nuestra admiración, los que sus propietarios presentan como competidores directos de la inteligencia humana (cuando en realidad no dejan de ser instrucciones complejas cuyos resultados dan la apariencia de inteligencia, incluso de conciencia). En esta labor, los medios de comunicación no contribuyen a que los usuarios/consumidores se acerquen al fondo del asunto: se empeñan en tirar de comparaciones con la ciencia ficción, haciendo creer que el futuro ya es una realidad, que se ha cumplido una profecía. Incluso los intelectuales y expertos que no tenían ni idea de computación o de informática, durante décadas han otorgado a la tecnología digital posibilidades y atribuciones desmesuradas (que lo hagan los ingenuos o los ignorantes es normal, pero esta gente con estudios superiores es preocupante). En su empeño por resultar didácticos y amenos, todos ellos han contribuido a levantar en el imaginario social occidental una idea antropomorfa de las máquinas de cálculo y de los algoritmos, como si fueran el cuerpo y la mente de unos nuevos seres que superan a sus creadores humanos en muchos aspectos (esta paradoja nos fascina), artefactos que interactúan con nosotros como si fueran personas, capaces de aprender muy rápidamente y --esto es lo que encandila y acojona a la vez-- adquirir autoconciencia. Esta idea ridícula es la que alimenta todas las representaciones populares y/o no especializadas, incluidas las de los políticos: HAL, el ordenador paranoide de 2001, Una odisea en el espacio (1969), los precogs mutantes de Minority Report (2002), la supercomputadora de Skynet que el 29/08/1997 a las 02:14 horas adquiere plena autoconciencia en Terminator (1984-2019) o el complejo biotecnológico de inteligencia autoadquirida que roba la energía a los seres humanos para poder funcionar en Matrix (1999-2003).

Y entonces, para reivindicar al ser humano que ha inventado esos algoritmos y se ve amenazado por sus propias creaciones, esos mismos medios tratan de compensar la balanza destacando aquello que nos hace únicos, irrepetibles, apelando con un candor cursi y petulante a nuestra parte más inviolable e inaccesible, aquello que nos caracteriza de verdad, por encima incluso de la racionalidad: nuestros sentimientos, emociones y afectos. Y ahí entran en tromba todos los tópicos culturales, populares y pseudocientíficos. Por eso el imaginario social reivindica el humanismo, la solidaridad, el sentirse bien con uno mismo, porque es lo que nos debería caracterizar como individuos, y de paso nos sitúa por encima en complejidad, profundidad y sutileza de la «inteligencia» (en realidad, capacidad de proceso) de máquinas y algoritmos. Estoy convencido de que esta esquizofrenia de admiración/reivindicación hacia las tecnologías de la Inteligencia Artificial es la clave para entender la flagrante contradicción que supone confiar ciegamente en el progreso científico y, a la vez, reivindicarnos como seres superiores gracias a nuestros sentimientos instintivos con toda clase de lugares comunes del folclorismo, la seudociencia y el sentimentalismo. La generación millenial, a la que ha pillado de pleno toda esta revolución, es la encarnación perfecta de esta contradicción.


(continuará)

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