Historia sintética de internet, seguida de una brevísima crónica de la destrucción de la Red

«Un palaquium gutta maduro podía producir alrededor de 300 gramos de látex. Pero, en 1857, el primer cable transatlántico medía cerca de 3.000 kilómetros y pesaba 2.000 toneladas, lo que requería 250 toneladas de gutapercha. Producir tan solo una tonelada de este material requería alrededor de 900.000 troncos de árbol. Las junglas de Malasia y Singapur fueron arrasadas; para principios de la década de 1880, el palaquium gutta había desaparecido. En un último esfuerzo por salvarlo pasaron una ley en 1883 para detener la cosecha del látex, pero el árbol ya estaba prácticamente extinto. En los albores de la sociedad de la información global, el desastre ambiental victoriano de la gutapercha muestra cómo se entrelazan las relaciones entre la tecnología y sus materiales, entornos y prácticas laborales. Así como los victorianos precipitaron un desastre ecológico debido a sus primeros cables, también hoy la minería y las cadenas de suministros globales ponen aún más en peligro el delicado equilibrio ecológico de nuestra época […] En Prehistory of the Cloud and Digital Lethargy: Dispatches from an Age of Disconnection, Tung-Hui Hu escribe que “la nube es una tecnología de extracción intensiva de recursos, que convierte agua y electricidad en poder computacional, dejando tras de sí una cuantiosa cantidad de daños medioambientales que luego oculta a la vista”. Lidiar con esta infraestructura de uso intensivo de energía se ha vuelto una preocupación fundamental».

«La conciencia humana había “sido desafiada y reducida una y otra vez, primero por Copérnico”, que desplazó al hombre desde el centro del universo, “después por Darwin”, cuya teoría de la evolución destrozó por completo la idea de que los seres humanos habían sido creados a imagen de un Dios cristiano, “y sobre todo por Freud”, que les quitó a la conciencia humana y a la razón su espacio como fuerzas impulsoras de nuestra motivación […] La conciencia nos dice muy poco respecto a por qué sentimos y actuamos como lo hacemos. Esta es una afirmación clave para todo tipo de aplicaciones posteriores de la teoría de las emociones, ya que pone énfasis en la incapacidad de los humanos de reconocer tanto el sentimiento como la expresión de las emociones […] Los asuntos más complejos de contexto, acondicionamiento, relacionalidad y factores culturales son difíciles de conciliar con los métodos disciplinarios actuales de la informática, o con las ambiciones del sector tecnológico comercial» (Kate Crawford, Atlas de Inteligencia Artificial. Poder, política y costos planetarios, 2021).


Aquí va mi versión comprimida de la historia de internet al estilo Michael Moore:

A mediados del siglo XX, alguien relacionado, espoleado y/o financiado por el complejo industrial-militar estadounidense tuvo una idea para interconectar todos los ordenadores de las bases y sedes militares de EE UU; crear una red sobre la que implantar un sistema de comunicación que permitiera que los mensajes llegaran a destino, incluso cuando algunos de los nodos de la red hubieran sido saboteados o desconectados en caso de conflicto. Esa fue la idea seminal: una red de comunicaciones descentralizada. Con este objetivo en mente, muchas personas e instituciones gubernamentales y privadas se pusieron a trabajar para diseñar protocolos y herramientas que pudieran ser utilizados por militares sin demasiada formación en tecnología. El correo electrónico y la mensajería instantánea fueron las dos grandes aportaciones en esta larga etapa inicial --que duró casi treinta años-- repleta de proyectos fallidos, ejecutados a medias o exitosos de forma inesperada. Con la estabilización tecnológica, aquella red de uso militar se abrió a las universidades, a cambio de incorporar las mejoras fruto de las investigaciones de sus profesores y estudiantes. Gracias a esa colaboración, llegaron nuevas herramientas, como el "navegador", que facilitó un cambio radical en el uso de la red: ahora se visitaban las sedes digitales de las instituciones conectadas, se obtenían y se depositaban archivos. Era posible interactuar con cualquier habitante del planeta que tuviera conexión a la red. La información circulaba y se compartía libremente, como en cualquier ámbito científico y de docencia, pero el volumen de la documentación disponible requería herramientas para localizarla; así que, de entrada, el uso de la red, implicaba dedicar bastante tiempo a hacer búsquedas.

Más o menos entonces se tomó una decisión política que cambió completamente el curso de los acontecimientos: el Departamento de Comercio de EE UU decidió abrir la red a instituciones y empresas privadas con y sin ánimo de lucro. Quizá lo hicieron pensando en controlar ciertas actividades, pero la consecuencia inmediata es que aquella protored dio un gran salto en nodos y en contenido: se incorporaron instituciones, escuelas, empresas, medios de comunicación, y finalmente particulares. A la larga, como consecuencia de este proceso de incorporación masivo, se generó una cantidad inmensa de datos, información, conocimiento y, con los años, chorradas de todo tipo (las búsquedas se convirtieron en una premisa fundamental para operar en la red). Se popularizaron los formatos multimedia (imagen y sonido) y se lió una bien gorda con el tema de los derechos de propiedad intelectual. Los usuarios/consumidores encontraron una forma de obtener gratis aquello por lo que habían pagado toda la vida (conocimiento y entretenimiento, básicamente, pero también porno) gracias a la compartición de archivos entre usuarios anónimos. Contra todo pronóstico y previsión, el propio diseño descentralizado de la red, facilitó que una legión de particulares encontrara herramientas y foros con los que materializar una versión inédita de la libertad de expresión, garantizando la privacidad y la seguridad de sus comunicaciones. Los militares habían errado su cálculo completamente: la gente podía decir y hacer prácticamente lo que quisiera sin que ellos se enteraran. En paralelo, las empresas descubrieron que podían vender a través de la red: el comercio digital empezó a crecer de forma sostenida, mucho más tarde se incorporaron los trámites legales. Fue el comienzo de una fagocitación --cada vez más intensa, afectando cada vez a más sectores, incluso los más especializados-- de la fuerza de trabajo humana, que veía cómo la red destruía cada vez más puestos de trabajo.

Durante todo ese tiempo, la aportación de contenido creció de forma exponencial, en especial y --sobre todo-- más recientemente, a base de chorradas (la mayoría inocuas) pero algunas también altamente peligrosas y violentas. Además, y esto es mucho más determinante para el futuro de la tecnología y los gobiernos de todo signo, el debate político se desplazó definitivamente al ágora de los medios digitales, arrebatándoselo a los presenciales y/o analógicos, que lo monopolizaban desde hace doscientos años. Y para acabar de liarla, las nuevas elites propietarias de estos canales por donde circulaba todo este descontrol de opiniones, fueron muy reacios a moderar los debates, estableciendo un mínimo de límites y normas. El resultado: el nivel de atrevimiento escaló hasta dejar de lado todo atisbo de racionalidad y de respeto al adversario, y cada facción ideológica impuso sus reglas en los foros donde eran mayoría y cualquier cosa valía para atacar y ridiculizar al rival. En paralelo, la constante acumulación de información provocó a finales del siglo XX una Segunda Gran Modificación de los usos de la internet: la necesidad de localizarla (porque estaba oculta, manipulada u olvidada en cualquiera de los innumerables silos digitales), ya que las búsquedas ocupaban la mayor parte del tiempo de conexión. Un choque de intereses contrapuestos --tecnológicos, transaccionales, identitarios, científicos, eruditos, estéticos, populares, zafios-- hizo el resto: usar internet acabó siendo, casi exclusivamente, una sucesión de búsquedas en un pozo negro donde los buscadores devolvían (y devuelven) lo que, literalmente, les daba la gana (o les pagaban --y pagan-- para presentar al usuario/consumidor). La cosa es que hoy nadie teclea ya una dirección URL (como imaginaron en su momento quienes diseñaron la red), a pesar de que pensaron en asignar una cadena de caracteres a cada dirección IP de la red, puesto que sabían que sería más fácil recordar un nombre que una sucesión de números agrupados. Hasta eso se ha perdido, ya solo consentimos clicar enlaces o capturar códigos QR. Lo que sea con tal de no tener que escribir. Cuando se incorporaron las empresas, el objetivo prioritario (debidamente promocionado por gurús y tecnócratas con obvios intereses creados) era localizar sitios web donde comprar productos y servicios (más tarde fueron las redes sociales las que contribuyeron a colapsar los canales con otro tipo de tráfico). Pronto la gente común hizo suya la herramienta, y llegaron las preguntas directas a los buscadores: ya no eran sitios, sino respuestas a cosas personales (tonterías, dudas, deseos y cotilleos de más de dos mil millones de personas). No hacía falta una lista de resultados, porque ya sabíamos que respondía a una serie de intereses que nada tenían que ver con nuestras necesidades. Los usuarios/consumidores habían pasado al siguiente nivel: demandaban respuestas elaboradas, textos y documentos completos y comprensibles en lenguaje sencillo. La curiosidad de la especie humana es infinita, y su deseo de entretenimiento ilimitado, así que un buscador que lo ofrecía todo gratis y al momento tenía que petarlo necesariamente: comparar precios, preguntas de examen, dudas vergonzosas, dilemas idiotas... Y, ya puestos, trabajos escolares y universitarios, informes empresariales, análisis gubernamentales, ensayos, novelas, argumentarios para la toma de decisiones... Los buscadores han completado la primera fase de atrofia de nuestra capacidad de análisis y de esfuerzo. Hemos sido nosotros quienes hemos creado esta nueva necesidad, así que los inversores se ponen manos a la obra para sacar dinero de ella: ahora queremos que las máquinas nos hagan todo el trabajo. La inmediatez y la pereza --las otras dos características que nos definen como especie predadora-- han acelerado la descomposición de los principios de progreso social y científico previstos y prometidos, los mismos que se usaron para colarnos el invento en su día.

Cuarenta años de desarrollo, descubrimientos y nuevos usos de la tecnología después, el proyecto militar de una red descentralizada y resistente a los sabotajes, así como el sueño del acceso igualitario al conocimiento y la participación política, han quedado definitivamente enterrados bajo yottabytes (un trillón de megabytes) de provocaciones, cotilleos, estupideces y ruido ideológico deliberadamente sesgado. Internet ha involucionado hasta convertirse en un reflejo de las necesidades más básicas de la especie (territorialidad, gregarismo, violencia), en una biota herida de muerte por la sobreproducción de datos y de participantes en permanente liza por la visibilidad y una viralidad monetizable. Ni las multinacionales todopoderosas, los menguantes Estados-Nación ni --aunque quisieran hacerlo, que no quieren-- los mismísmos inventores y/o propietarios de los canales por donde circula ese barullo incesante de controversias pueden controlarlo o revertirlo de alguna manera.

Y para rematar esta debacle, llega la inteligencia artificial (IA), según la pomposa denominación de sus inventores. Básicamente consiste en que las máquinas, gracias a una capacidad de proceso que devora sin control recursos naturales y contribuye cada vez en mayor porcentaje al cambio climático, aprendan sobre cualquier cosa «devorando» todo lo que la humanidad ha creado y ha puesto a disposición en la red. La potencia de computación y los algoritmos mejorados respecto a cualquier buscador permiten dar respuestas con bastante sentido y en lenguaje natural. Algunas IA se atreven a hacer predicciones, pero todavía es pronto para que resulten mínimamente fiables. Además del despilfarro de recursos se plantea el tema de si es legal disponer de los datos, información y conocimiento creado por la gente para enseñar a las máquinas sin una compensación y/o una limitación de derechos. Kate Crawford --de nuevo-- lo explica muy bien: «Las imágenes, textos, sonidos y videos se han vuelto solo datos sin procesar para los sistemas de IA. una especie de recurso natural de acceso gratuito e ilimitado. Agua para los molinos del aprendizaje automatizado. En el siglo XXI, los datos se han vuelto cualquier cosa que pueda guardarse […] Finalmente, la palabra “datos” se ha vuelto aséptica: esconde la materialidad tanto de sus orígenes como de sus fines […] La metáfora de los datos como “recursos naturales” que están esperando a ser descubiertos es un conocido truco retórico que ha sido utilizado durante siglos por los poderes coloniales. La extracción se justifica si viene de una fuente primitiva y “sin refinar”. Cuando se etiquetan los datos como “petróleo a la espera de ser extraído”, el aprendizaje automático comienza a verse como un proceso necesario de refinamiento […] Todos los espacios deben estar sujetos a la datificación. Si el universo es concebido como una reserva potencialmente infinita, eso significa, por lo tanto, que la acumulación y circulación de datos se puede sostener para siempre […] Existe una voraz cultura internacional de recolección de datos que puede ser explotadora e invasiva y producir daños perdurables. Y existen muchas industrias, instituciones e individuos con fuertes incentivos para mantener esta actitud colonizadora (en la que los datos están ahí para tomarse) y no quieren que se la cuestione o regule». Básicamente, desde el lado de la oferta, se repite lo que el antropólogo Frederick G. Bailey llama mistificación oscurantista: argumentar a favor de la inevitabilidad de las IA como parte de un modelo de negocio que consiste en extraer el valor de los bienes comunes y evitar la compensación por los daños duraderos (un truco tan viejo como el capitalismo).

Y aun así, las IA lo petan como nunca, porque hacen el trabajo --cualquier trabajo, excepto los físicos-- por nosotros y nos hacen parecer espabilados y aplicados. Y a pesar de todas las señales de peligro, seguimos usándolas, negándonos a asumir las consecuencias a largo plazo para el planeta y para nuestras habilidades cognitivas. Alrededor de su potencia y sus capacidades se ha generado lo que Alex Campolo denomina un determinismo encantado, una especie de relatos de magia y mistificación en los que se glosan con arrebolada admiración demostraciones espectaculares de velocidad, eficiencia y razonamiento computacional. Sin embargo --como señala una vez más Crawford-- la IA no es una técnica computacional neutral que tome determinaciones sin una dirección humana. Sus sistemas están integrados en mundos sociales, políticos, culturales y económicos, delineados por humanos, instituciones. Los sistemas de IA están construidos para ver e intervenir en el mundo de maneras que benefician principalmente a los Estados, las instituciones y las corporaciones a los que sirven. Es más, como advierte Donna Haraway, al aplicar las IA a cualquier cosa con el simple argumento de que puede hacerse, se expande acríticamente la idea de que todo debería estar sujeto a la lógica de la predicción estadística y la acumulación de ganancias. Algo de esperanza queda: surgen destellos de rechazo a esta informática de la dominación cuando la población elige desmantelar la vigilancia predictiva, prohibir el reconocimiento facial o protestar contra la puntuación algorítmica.

¿Suena exagerado y apocalíptico? Yo creo que no tanto, porque ya estamos detectando los efectos de las pantallas en la primera generación humana que las han usado desde la infancia y no son buenas noticias. Con este experimento conscientemente desregulado y ya fuera de control hemos provocado una exometástasis dataísta que afecta a la información, la educación, las decisiones políticas y el conocimiento científico. Y no sólo eso, también a nuestras capacidades cognitivas. Se podría decir que hemos creado una variante inédita de la replicación descontrolada de células cancerosas en los seres vivos, pero esta vez, en lugar de atrofiar células sanas, colapsa redes de comunicación con mierda redundante, falsa y/o inútil. En realidad, no debe sorprendernos tanto haber causado a la sociedad semejante alteración imprevista y suicida: viene de serie con nuestro ADN. Igual lo único que sabemos hacer como especie predadora es generar sistemas complejos y llevarlos al colapso. Sí, va a ser eso...

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