Homo Deus. Breve historia del mañana de Yuval Noah Harari en tres minutos (y 3)

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2. Minuto 2

«Imaginemos a un joven gay de una devota familia mormona que, después de años viviendo dentro del armario, finalmente ha acumulado el dinero suficiente para costearse una operación. Se dirige a la clínica provisto de 100.000 dólares, decidido a salir de ella tan heterosexual como Joseph Smith. De pie frente a la puerta de la clínica, repite mentalmente lo que le dirá al médico: “Doctor, aquí tiene usted 100.000 dólares. Por favor, arrégleme para que nunca más desee a hombres”. Pulsa el timbre y abre la puerta George Clooney en persona. “Doctor --murmura el abrumado chico--, aquí tiene 100.000 dólares. Por favor, arrégleme para que nunca más desee ser heterosexual”» (pp. 333-334).

«En el siglo XXI tres acontecimientos prácticos pueden hacer que esta creencia haya quedado obsoleta: 1. Los humanos perderán su utilidad económica y militar, de ahí que el sistema económico y político deje de atribuirles mucho valor 2. El sistema seguirá encontrando valor en los humanos colectivamente, pero no en los individuos. 3. El sistema seguirá encontrando valor en algunos individuos, pero estos serán una nueva élite de superhumanos mejorados y no la masa de la población» (p. 280). O dicho de otra manera: que es posible que nos estemos abocando hacia un momento en el que los humanos, el Humanismo como discurso, correrán el peligro de perder su valor porque la inteligencia se haya desconectando de la conciencia. Es evidente que los robots y los algoritmos no son en absoluto conscientes de la clase de artilugios que son, ni siquiera sospechan que han sido fabricados; sin embargo Harari cree que, en su perfeccionamiento incrementalmente exponencial, podrían llegar a superar a la conciencia en el reconocimiento de pautas o patrones. Esto significaría que la (auto)consciencia --en contra de lo que hemos creído-- no posee la exclusiva para determinadas funciones superiores, sino que las inferiores, con un entrenamiento sistemático e infinitamente superior al que podría acumular cualquier individuo, también podrían hacerlo. Cuando eso pase, las personas no nos definiremos a nosotros mismos como seres autónomos que guiamos nuestras vidas de acuerdo con unos deseos superiores, sino como una colección de mecanismos bioquímicos constantemente supervisados, modelados y guiados por una inmensa red de algoritmos (biológicos y/o electrónicos).

La amenaza actual de la tecnología no tiene tanto que ver con idiotizarnos o aislarnos, sino con el propio concepto de ser humano autónomo igual en derechos a sus semejantes: «Dividir a la humanidad en castas biológicas destruirá los cimientos de la ideología liberal. El liberalismo puede coexistir con brechas socioeconómicas. En realidad, puesto que favorece la libertad más que la igualdad, da por sentadas dichas brechas. Sin embargo, el liberalismo todavía presupone que todos los seres humanos tienen igual valor e igual autoridad. Desde una perspectiva liberal, es perfectamente correcto que una persona sea multimillonaria y viva en un lujoso castillo mientras que otra sea campesina, pobre y viva en una choza de paja. Porque, según el liberalismo, las experiencias únicas del campesino siguen siendo tan valiosas como las del multimillonario. Esta es la razón por la que los autores liberales escriben extensas novelas sobre las experiencias de los campesinos pobres» (pp. 316-320).

Harari cree que de las cenizas del Humanismo surgirá el Tecnohumanismo, que dejará atrás al Homo Sapiens tal como lo conocemos y utilizará la tecnología para crear Homo Deus, un modelo humano muy superior. Homo Deus conservará algunos rasgos esenciales se su antepasado, pero también se habrá dotado de capacidades físicas y mentales ultramejoradas que le permitirán seguir siendo autónomo incluso frente a los algoritmos no conscientes más sofisticados. El Tecnohumanismo busca extender el campo cognitivo y experiencial de la mente humana y darnos acceso a vivencias inéditas hasta ahora, a nuevos estados de conciencia con los que no estamos familiarizados. De la misma manera que los espectros de la luz y del sonido son mucho mayores de lo que los humanos podemos ver y oír, esta nueva ideología ampliará el espectro de los estados mentales más allá de lo que hoy podemos imaginar como simples Homo Sapiens.

El Humanismo siempre dejó bien claro que no es fácil identificar nuestra auténtica voluntad, que hay muchos ruidos que nos impiden escuchar nuestra auténtica voz; el Tecnohumanismo, en cambio, espera que nuestros deseos elijan qué capacidades mentales desarrollar y, por lo tanto, que determinen la forma de las mentes futuras. En realidad, esta nueva ideología no quiere escuchar esas voces interiores que nos despistan, nos hacen dudar y equivocarnos, sino controlarlas. Cuando comprendamos los fundamentos últimos del sistema bioquímico que hay detrás de todas esas voces, podremos jugar con los interruptores, aumentar el volumen aquí, reducirlo allá, y hacer que la vida sea mucho más fácil y cómoda (pp. 331-333). Para el Humanismo, solo los deseos humanos dotan de sentido al mundo; pero si pudiéramos elegir nuestros deseos, ¿sobre qué base tomaríamos decisiones?

A partir de aquí Harari se mete en el terreno puramente especulativo: mientras sigamos creyendo que la voluntad y la experiencia humanas son el origen supremo de la autoridad y el sentido no se producirá verdaderamente el cambio al paradigma tecnohumanista. Y, visto nuestro conocimiento embrionario actual del cerebro humano, sólo contamos con una herramienta capaz de emular esa sustitución de deseos y voluntades: la información y la religión del dataísmo. Mientras descubrimos cómo funcionan los algoritmos bioquímicos humanos, los electrónicos (que manejan la información que usamos, ya sea como mero contenido o como decisiones) servirán para saber cómo funciona el primer eslabón de la actividad intelectual. Los algoritmos electrónicos sin conciencia son los instrumentos mejor cualificados para hacer frente al aluvión de información que nos desborda por todas partes, son los únicos capaces de hacer acopio masivo de datos sobre nuestros deseos y capacidades, permitiéndonos, llegado el momento, tomar decisiones por nosotros. La democracia, por ejemplo, no puede recopilar y procesar datos relevantes con la suficiente rapidez como para hacer frente a cambios urgentes o importantes, ya sean sobrevenidos o no; en cambio, los algoritmos electrónicos --y más adelante los biológicos, ya sean artificiales o modificados-- sí podrán hacerlo, proporcionándonos decisiones y opiniones pertinentes. «50 millones de coches colectivos podrían sustituir a 1.000 millones de coches particulares, y también necesitaríamos menos carreteras, puentes, túneles y aparcamientos. Siempre, claro está, que yo renuncie a mi privacidad y permita que los algoritmos sepan siempre dónde estoy y adónde quiero ir» (p. 352). Bienintencionados objetivos sobre el papel como éste se convierten en algo tremendamente peligroso en manos de políticos y burócratas mediocres, puesto que supone colocar nuevas prioridades sobre nuestras nociones --hoy sagradas-- de conciencia, privacidad, sentimientos, deseos íntimos, libre albedrío... Una revolución del relato intersubjetivo en toda regla.

¿Qué ocurrirá cuando nos demos cuenta de que clientes y votantes nunca toman decisiones libres y, a la vez, dispongamos de tecnología capaz para calcular, diseñar o mejorar sus sentimientos? (p. 254). ¿Qué pasará cuando los algoritmos biológicos y los electrónicos amenacen con hacer a Homo Sapiens lo que como especie dominante hemos infligido a los demás animales? (p. 360). La imagen inevitable es la de una sociedad en la que el ser humano está subordinado a las máquinas (que decidirán por él, con la excusa de la seguridad y el bienestar plenos y garantizados, a cambio de controlar sus parámetros vitales). Este paisaje distópico queda bastante cerca de lo que auguraban películas mediocres como Terminator (1984) o Matrix (1999), pero aquí no se trata de recuperar la esencia de ciertos matices del discurso humanista ni de disputar el control a las máquinas a base de descargas hormonales y amores sinceros, sino de encontrar una especie de Poshumanismo capaz de corregir --aunque sea parcialmente- los terribles efectos del desarrollo científico y técnico entre los grupos humanos.

Leyendo los primeros capítulos de Homo Deus pensé que el propósito de Harari era exponer un paradigma que sustituiría al Humanismo, que está a punto de colapsar, sobre cómo es imposible que nuestra civilización occidental siga amparando su progreso con una ideología surgida en plena era pretecnológica. Y que para lograr ese cambio debíamos desprendernos de algunos lastres enquistados por el uso y el abuso. Pero no es así, Harari cree en un Poshumanismo que vendría a ser la extensión farmacológica del placer, una prolongación médica y artificial de la vida... Y todo para acabar con una amarga crítica del dataísmo, la religión de los algoritmos.

Desde mi punto de vista, el verdadero valor del libro de Harari es cómo argumenta la gran paradoja del Humanismo: dio lugar a una revolución científica y tecnológica y ahora entra en contradicción y se resquebraja ante el mismo desarrollo que ha contribuido a aupar. Para acabar de complicar la cosa, por culpa de esa misma sacralidad que le otorgamos a la vida humana y que nos inculca el Humanismo, mantenemos a personas con vida aunque sea en un estado lamentable; y todo para que mueran por sus propios medios a pesar de haber hecho todo lo posible por evitarlo, para tranquilizar nuestra conciencia de haber intentado todo lo «humanamente» posible. ¿Estamos seguros de que esa vida reducida al mínimo supone un bienestar biológico y mental? Es más, casualmente, ahora que vemos como una posibilidad real que las máquinas nos dominen, nos planteamos si estamos legitimados para dominar e infligir daño a los demás animales, tal como hemos hecho desde el Paleolítico. Harari concluye, con la misma contundencia de un silogismo básico, si acaso el poder produce el derecho (p. 96).

No creo que los algoritmos por sí solos sean capaces de acabar con el Humanismo, al contrario: nuestra inagotable capacidad para el subjetivismo nos llevará a «humanizarlo» aún más, a considerar los algoritmos una especie de conciencia con la que detectar propósitos, deseos, preferencias... A tomarlos, en definitiva, como Otra Humanidad, cuya conciencia y libre albedrío sólo podemos intuir. Es como esa gente que se empeña en tratar a los perros como bebés o personitas, incapaces de entender que son animales y que nunca se van a comportar tal como sus dueños esperan. El resultado de esta actitud infantiloide la podemos observar en cualquier parte donde haya perros con sus dueños, y tiene pinta más de desastre que de triunfo. Si no somos capaces --literalmente-- de comprender que un perro es un animal y como tal hay que tratarlo, cómo vamos a manejarnos con algoritmos, de los que únicamente vemos sus resultados. Es más, incluso ya hay quien cree ver, a pesar de sus evidentes limitaciones funcionales, una embrionaria conciencia humana... Puede que, como dice Harari, como humanos hechos de carbono que somos, no podamos detectar la clase de conciencia que emanan los ordenadores, hechos de silicio (p. 112). O puede que, el mismo día que demos con la clave para revertir la invisibilidad de la materia oscura esa que no vemos ni a la de tres pero que por lo visto inunda el universo, entendamos que cada mineral genera su propia conciencia al evolucionar. Puede que ese día entendamos, por fin, qué es una conciencia artificial... hecha de silicio.

No descartemos un futuro relativamente cercano en el que los humanos hagan frente a este apogeo de algoritmos dataístas con la única cosa que no podemos enseñar ni transmitir: el cambio de opinión sin motivo. Que surjan sectas secretas e ilegales (porque impiden el negocio que hay tras ellos) al estilo de los cátaros, que dediquen sus vidas a despistar a los algoritmos, impidiendo que las máquinas puedan predecir nuestro comportamiento a base de encadenar decisiones imprevisibles, inmotivadas, caprichosas. Y que, como resultado de esa incapacidad de ser reducibles a un patrón previsible, obliguemos a los algoritmos a equivocarse, a colapsar, puede que incluso a revelar su auténtica naturaleza artificial (fabricada por humanos), y que eso --de paso-- nos haga más humanos. Serían los «azaristas» (porque cultivan sistemáticamente el azar): personas anónimas, desengañadas, del montón, como las que aprendían libros de memoria en Fahrenheit 451, dedicadas a la sagrada labor de no dejarse pautar: votando partidos en los que no creen, tomando decisiones perjudiciales para sus economías domésticas, para sus puestos de trabajo, para sus relaciones; invirtiendo a sabiendas en negocios ruinosos, comprando lo que no les gusta o no pueden pagar, emparejándose con personas que odian o les repulsan... Una especie de movimiento tecnonihilista, un neonihilismo como el de los rusos aquellos... Da para una novela distópica digna de la mejor ciencia ficción. Y así seguiremos pasando la vida.



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