Las redes sentimentales mataron al reality televisivo

«El problema de Instagram es el mismo que el de Facebook: un conjunto de métricas que estimulan la competencia irracional, y la sensación de estar en un permanente concurso de popularidad, y un modelo de negocio consistente en la explotación de la actividad de los usuarios para revender su atención a anunciantes […] El siguiente síntoma será el comienzo del abandono de unos jóvenes que, cada vez más, se declaran hartos de unas redes sociales convertidas en el imperio de la falsedad» (Enrique Dans: Instagram y la falsedad, 2018).

Igual que en aquel primer día de agosto de 1981 la emisión del vídeo musical de la canción aquella supuso un cambio de era, el inicio de un ciclo económico y cultural que acabó con el liderazgo indiscutible de la radio en la industria musical en favor de la televisión; hoy, aunque sin que podamos fijar el momento de una manera tan clara, distinta y estética, se impone la misma sensación generalizada de asistir a otra disrupción --así se dice ahora en jerga tecnócrata-- de igual o mayor calibre con la televisión e internet como protagonistas. En los ochenta murió el hit radiofónico a manos del videoclip; ahora le toca el turno al reality, el género que ha dominado la pequeña pantalla, tanto en canales generalistas como temáticos durante dos décadas, y en plena agonía ante nuestra narices --junto con el medio que le ha servido de soporte-- frente a la eficacia de las redes sociales para difundir toda clase de información devaluada (a un coste mucho menor que el de su competidor televisivo). Se repite la historia en forma de doble sustitución: un nuevo formato de consumo cultural triunfa gracias a un nuevo massmedia que pasa a ocupar la centralidad en el panorama del ocio y la «cultura». Hace veinte años, la metáfora obvia e inapelable de un videoclip inaugurando un nuevo canal de televisión dedicado a la música (hoy ya no) con una canción que hablaba precisamente de eso, nos ayudó a cambiar el marco mental en el que nos movíamos; la diferencia es que hoy el reality, a pesar de que exhibe claros síntomas de agotamiento, se resiste a desaparecer o a caer en la irrelevancia ensayando toda clase de fórmulas escandalosas y/o ridículas. No es el fin de una era, sino el inicio de una larga decadencia, tan larga que el formato y el massmedia nuevos que lo han soportado van a tener tiempo de quemar su esplendor y anunciar sus propios síntomas de agotamiento.

Las redes sociales reventaron de éxito cuando ya era una verdad a voces que internet no iba a servir para mejorar la calidad de la democracia (el motivo principal para vendernos las bondades del invento), ni siquiera para cohesionar comunidades. Su aceptación planetaria y acrítica escondía otra amarga verdad: las redes sociales son en realidad redes sentimentales, vertederos donde se abocan toneladas de infantiloides deseos, anhelos y frustraciones de una humanidad marcada por la ingestión excesiva de romanticismo en estado arquetípico (letal en altas dosis, ya que provoca pérdida del sentido de la realidad). Las redes socialessentimentales son plataformas cuya influencia social a todos los niveles --aparte de otros usos menos ostentosos que sí presuponen inteligencia y reflexión-- consiste en haber dado voz y visibilidad a una patulea de ignorantes cuya tarea es esparcir sin criterio contenidos sensibleros, simplificadores, nostálgicos, obvios, violentos, intolerantes, preocupantes... inútiles. Estas redes se han hecho fuertes refugiándose en el posicionamiento automático a base de tópicos y lugares comunes (muchas veces erróneos e irreales) para aspirar a audiencias de seis cifras. Hordas de seguidores a punto de caramelo esperando convertirse en adeptos, partidarios y/o fanáticos incondicionales, en una tribu que se autodefine como una corriente ideológica cuando lo cierto es que lo único que tienen en común es que usan la misma aplicación y siguen los mismos perfiles. Bastará un incidente imprevisto o un planificado asalto al poder para que se produzca en esa masa incorpórea una mutación difícilmente reversible.

Las redes sentimentales explotan a fondo nuestra necesidad innata de aprobación y éxito, el placer culpable que experimentamos al acceder a cotilleos de celebrities, nuestro deleite íntimo al criticar y humillar al rival, parapetados desde el anonimato. Perdemos el tiempo y la energía en hacernos oír en este barullo incesante de tonterías que hemos generado entre todos. Las redes sentimentales superan de largo las posibilidades del mejor reality (aparte de que no hacen falta horarios ni producción) para formar un fabuloso alboroto hecho de perfiles --reales o no-- que hacen del comentario del comentario y de la banalización un estilo de vida. Nos hemos acostumbrado de tal manera a ese zumbido constante que lo consideramos parte de una respuesta «natural», cuando es exactamente al revés: del aprovechamiento sistemático (se habla de ello en reuniones en lujosas salas repletas de gurús por todo el planeta) de nuestros peores defectos como especie. Las redes sentimentales han pulverizado cualquier esperanza acerca de una tecnología que nos haría mejores personas o nos depositaría suavemente ante la puertas de cualquier utopía social imaginada por la literatura y la filosofía. En su lugar, nos han devuelto a un estado de gilipollismo que creíamos superado.



Nos hemos «enredado» en las redes sentimentales, y eso nos hace sentir estupendamente. No queremos despertar y comprobar que hemos perdido el norte o, lo que es peor, que estamos --como se suele decir-- enganchados; y hace tiempo que no somos capaces de controlar nuestra adicción. ¿Qué hacemos en las redes sociales? ¿En qué consiste «estar» en las redes sociales? Después de completar nuestro perfil finaliza la etapa «creativa» y nuestra aportación como individuos. Ya hemos vendido nuestros datos, aunque hemos mentido para parecer más interesantes; a partir de ese momento todo consistirá en pulsar el icono de la aplicación y deslizar el dedo por la pantalla para que desfilen ante nuestra mirada imágenes y noticias de un impacto decreciente a medida que pasamos el tiempo conectados. Lo hacemos mientras viajamos en transporte público, en el aparte aburrido de una reunión entre amigos, en el trabajo, mientras nuestros hijos juegan, mientras nos hablan. Los algoritmos aprenden nuestras preferencias e intereses y afinan sus propuestas de contenido: al final lo hacen tan bien que todo nos parece idéntico y aburrido. A partir de ese momento, a esos estímulos discontinuos les concedemos una misma mínima atención, ya sólo nos detendremos ante lo extremo, lo insólito, lo divertido, lo exagerado, lo siempre breve. Nuestro sentidos funcionan así: hay que incrementar la dosis para que podamos reaccionar como la primera vez. Prácticamente no interactuamos a base de «Me gusta», no sirve para nada, sólo para exponernos aún más ante los algoritmos. Pasan cinco minutos. Nos interrumpen. Nos reclaman. Salimos de la aplicación. Pasa un rato, otro hueco, otro tiempo muerto. Es casi un acto reflejo. Volvemos a empezar. Prácticamente lo mismo, sin apenas modificaciones en la pauta. Cambio de aplicación. Idéntico comportamiento. No aportamos nada, no obtenemos apenas nada. El imparable descenso de los contenidos de particulares en las redes sentimentales es el mejor indicador del aburrimiento que experimentamos. Cuando nuestra actividad era alta quedaba en segundo plano el verdadero objetivo: pasar el máximo tiempo en ellas para extraer patrones de navegación que se puedan vender a anunciantes. Ahí está el negocio y el beneficio estratosférico. Nuestros contenidos son basura, la contrapartida necesaria, el señuelo que nos haga creer que no somos el producto. ¿No estás de acuerdo? Pues le diste 'Aceptar' al contrato sin haber leído la política de privacidad antes de instalar la aplicación. Las redes sentimentales son un negocio. «Este Negocio». Si no te gusta, vete.

Las redes sentimentales han producido impensables efectos secundarios: nos han convertido en una sociedad hipersensibilizada, especialmente con todo lo que tenga que ver con el sufrimiento sobrevenido o considerado injusto. Y no porque lo combatamos activamente, sino porque nos hemos convencido de que podremos eliminarlo de nuestra pantalla (y de la realidad) a base de «Me gusta», compartir o firmar formularios en línea. No hace falta nada más para lograrlo. Nos hemos vuelto ultrasensibles a las monerías de cachorros, a los momentos románticos cuidadosamente planificados, a los dramas sobrevenidos, a las fábulas sobre la pérdida de autenticidad y la falta de contacto humano, a los zascas de madres, a los alegatos ante los poderosos, a los momentos perfectos... Hemos olvidado que todas esas cosas han sido diseñadas, fabricadas y distribuidas buscando nuestra reacción y posicionamiento instintivos, la sorpresa, la exhibición de sentimientos en estado puro y, por encima de todo, los finales felices... El resultado es que aplicamos al mundo real la misma ridícula hipersensibilidad del mundo digital; y así nos va como especie y como sociedad: los derechos de los animales por encima de los de las personas, el bienestar inmediato antes que un porvenir sostenible, la ficción antes que la realidad, el pasado antes que el futuro...

Y así vamos pasando la vida señor juez: intercalando vídeos de gatitos, trompazos increíbles, memes temáticos que sustituyen al calendario y noticias cuyo trasfondo no sabemos interpretar. Definitivamente, la palabra ha perdido la batalla frente a la imagen...


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