El declive de la sexualidad humana

«En nuestra cultura, se comete con cierta frecuencia el error de identificar lo natural con lo deseable. Esto sucede cuando se habla de la alimentación o los tratamientos médicos, pero también con algo tan delicado como nuestro comportamiento sexual. Este sesgo lleva en ocasiones a buscar en la naturaleza ejemplos que doten de legitimidad a determinadas posturas ideológicas. Es el caso del uso de los chimpancés o los bonobos como referencia sobre lo que debió ser en su origen la sexualidad humana. Estas dos especies animales son las que, evolutivamente, se encuentran más cerca de nosotros. Los primeros viven en sociedades controladas por los machos y son mucho más violentos, también en el sexo. En el caso de los segundos, son las hembras las que se asocian entre sí para controlar los grupos, sus niveles de violencia son mucho menores y el sexo es una herramienta más para reforzar lazos […] El origen de los conflictos entre sexos se encuentra en la aparición del sexo mismo. La existencia de células grandes y caras de producir, como los óvulos, y otras mucho más abundantes y baratas, como los espermatozoides, generó estrategias diferentes entre los sexos. Los individuos que generan el primer tipo de células suelen tener la ventaja de que se reproducen con mayor frecuencia, pero también pueden ser víctimas de las tácticas agresivas de (casi siempre) los machos, que deben superar una competición mucho más intensa si quieren transmitir sus genes».

Daniel Mediavilla: La incómoda historia de la violencia entre sexos (2017)

Un espectro recorre el mundo tecnológicamente desarrollado y demográficamente estancado: el sexo, la actividad humana que parecía imposible de virtualizar (por razones a priori obvias), el último imperio de los sentidos, que parece haber desembocado en un callejón sin salida evolutivo. Como función ligada a la reproducción hace tiempo que dejó de ser un monopolio, y ya son varias generaciones las que han crecido desde entonces disociando por completo ambos conceptos. La evolución de las costumbres y el desarrollo científico ofrecen alternativas viables y plausibles: no es solamente que la fecundación y la gestación puedan ser artificiales, subrogadas o contratadas, es que la misma carga genética del feto podrá ser, en breve, elegida a la carta por los progenitores. La excusa actual para no hacer libremente esto último es que solo se empleará para evitar enfermedades hereditarias o tendencias estadísticamente preocupantes, pero lo cierto es que ya hay una legión de padres y madres suspirando y dispuestos a pagar lo que sea por escoger el sexo, el color de los ojos o del pelo de sus hijos. Y ya puestos, que sean muy altos, que no tengan el gen de la obesidad... Va a pasar.

El único y definitivo atractivo de la reproducción es la inexplicable pulsión que nos lleva, tarde o temprano, a querer transmitir nuestra herencia genética (y también nuestro estilo de vida y opiniones sobre cualquier cosa); sin duda es un deseo de trascendencia arraigado en lo más profundo de nuestro córtex reptiliano, lo que hace que sea difícilmente extirpable y/o modificable. La cosa es que una gran mayoría, en un momento u otro de nuestra existencia, decidimos voluntariamente ser padres o madres, y si no queremos/podemos apañárnoslas con el método más natural, placentero y barato, echamos mano a alternativas igualmente válidas y fiables. Lo cierto es que --como especie-- si una parte de la humanidad no puede reproducirse de modo natural no es ningún drama, ya que somos suficientes sobre el planeta como para garantizar el relevo generacional (de hecho estamos por encima de la tasa ideal de proliferación respecto a los recursos disponibles); pero claro, cada individuo quiere experimentar la paternidad/maternidad individualmente, no es algo que prefiramos delegar en la especie, así que este argumento tan racional no cuenta demasiado. En la práctica --como modelo de negocio-- tratamos cada caso individual como si fuera nuestra última oportunidad como especie para sobrevivir, porque somos irrepetibles y tenemos una única vida. Es un derroche admirable, encomiable y generoso en el que a veces se ignoran o se minimizan las secuelas de quienes lo padecen.

Sin embargo, de lo que sucede justo después de parir apenas se dice nada. ¿Qué pasa cuando finalmente hemos conseguido hacernos responsables de un nuevo ser humano que nos sobrevivirá? ¿Está su sustento diario garantizado? ¿Nos hemos planteado cuidadosamente su educación o más bien improvisamos sobre la marcha? Hay una ingente cantidad de literatura sobre este parte del proceso (criar hijos requiere un esfuerzo que puede llegar a hipotecar una vida), y aunque el derroche de recursos de la crianza es infinitamente superior al de la concepción y gestación, los errores y carencias en este proceso no nos sorprenden o indignan tanto como ciertas capacidades y logros de la ciencia en el ámbito de la reproducción asistida. Si sólo nos fijamos en la cantidad de recursos invertidos en una u otra, está claro que nos obsesiona el nanosegundo en que se transmite nuestro ADN durante la fecundación y nos la trae al pairo todo lo que viene después.

Somos seres adaptativos, en eso no nos diferenciamos del resto de animales de planeta, así que antes que rebelarnos racionalmente ante esta paradoja, preferimos modificar lo que haga falta en nuestras vidas para que nuestra existencia (única y finita, cada vez somos más conscientes de ello) sea lo más placentera y segura. Y lo hacemos pensando que en realidad se trata de cambios mínimos que no afectarán a lo esencial de nuestra identidad o de nuestra convivencia como grupo. Pero luego pasan tres generaciones y resulta que ya no nos reconocemos ni en la vida ni en el mundo que nos legaron nuestros abuelos; sí, hemos cambiado, pero solo nos damos cuenta con la suficiente perspectiva. Durante nuestro tiempo de vida no solemos detectar las alteraciones que vamos introduciendo a largo plazo, ya que únicamente actuamos según dos principios básicos e inapelables: aumentar nuestra longevidad al máximo y la ley del mínimo esfuerzo; y el poscapitalismo, que lo ha comprendido hace tiempo, explota ambos a conciencia. Por tanto, es poco probable que una mayoría humana priorize actuar como especie porque estamos demasiado ocupados en vivir el máximo con el mínimo imprescindible. Como mucho, podemos deducir un horizonte de sucesos para un futuro a medio plazo a partir de algunos síntomas demográficos y de comportamiento:

1. La demografía en Japón (una de las sociedades más avanzadas del planeta) está entrando en una fase donde el descenso de la natalidad es estructural, y los enormes costes de la crianza hacen que la tasa de crecimiento sea negativa.

2. Esta involución interfiere con una longevidad (en esa mayoría que no se reproduce) inédita en la historia humana: en Japón, más de 65.000 personas tienen más de 100 años y poseen una aceptable calidad de vida.

3. A estas dos tendencias se añaden algunas disfuncionalidades sobrevenidas tras décadas de obsesión por el bienestar y la seguridad, como los cocooning (el palabro positivamente correcto de este fenómeno es el nesting) o los vírgenes.

¿El resultado? Una juventud en recesión, sometida por una mayoría envejecida que acapara los recursos hasta su muerte, una juventud criada en la abundancia que subsiste con lo justo, con todas las comodidades proporcionadas por sus progenitores, llega a la conclusión de que el sexo es una complicación, un esfuerzo vital que no compensa, una pulsión ancestral que conviene domesticar. Esta generación concibe el sexo como una estrategia que dilapida energía y costes (la búsqueda, el cortejo, el apareamiento, la crianza), un estilo de vida que desgasta y acorta la vida; ante esto reaccionan con una lógica darwiniana: renunciando a él, posponiéndolo hasta el infinito, domesticándolo (con o sin esfuerzo, con o sin alternativas) y reconduciendo la energía que ahorran en gratificación inmediata y personal. Es difícil argumentar en contra.

La eclosión de toda clase de servicios relacionados con el sexo artificial/virtual (aparte del de pago de toda la vida) les ha acabado de convencer: ¿para qué apostar por una relación monógama, abocada a la crianza agotadora, si podemos disfrutar del sexo a demanda, sin responsabilidades, en las dosis deseadas, aséptico y sin consecuencias? Los más audaces van un paso más allá: ¿para qué dedicar tiempo y recursos al sexo en general? Mejor renunciar por completo a él y dedicar el tiempo y los recursos liberados a uno mismo. En Japón cada vez más hombres (jóvenes, pero también adultos) renuncian voluntariamente al sexo, son los llamados herbívoros: lo hacen porque en su balance de coste/beneficio encuentran que sufren menos, que viven más y mejor y tienen más tiempo para su ocio (se satisfacen los dos principios básicos). Es más, un 45% de matrimonios admite que funciona sin sexo: por cansancio, por simplificar la vida diaria, por falta de deseo... La cosa es que, teniendo acceso a él, prefieren no practicarlo. Y no es que hayamos querido alcanzar este paradójico estado de cosas (beneficios individuales/pérdidas colectivas) para fastidiar, es que el agregado de individualidades en que se ha convertido nuestra especie no deja apenas espacio para nuestro comportamiento como grupo social, basado en consensos.

Nada indica que vayamos a ser capaces de modificar el rumbo de los acontecimientos: los medios, las redes sociales, los servicios personalizados, no dejan de proponer alternativas, sugerencias y opciones para aumentar el placer, mejorar las prácticas sexuales y fomentar la práctica sexual tradicional; y sin embargo pocos son los que admiten tener tiempo y ganas para ponerlas en práctica. Lo que triunfa, en cambio, es el sexo mediante pantallas interpuestas, con cachivaches de todo tipo o apuntarse al ASMR (una excitación puramente sensorial de la parte más primitiva de ese mismo córtex reptiliano que un día fue nuestro cerebro). El ASMR lo practica gente que no quiere, puede o sabe nada de intercambios físicos de toda la vida, que engrosan su vanidad asegurando que se trata de «orgasmos cerebrales», un absurdo eufemismo que pretende demostrar que han encontrado la alternativa definitiva al acto sexual en algo más evolucionado y gratificante que el placer sexual. En realidad, el ASMR es lo más parecido a la sublimación de los sentidos freudiana, esa misma que exhibían orgullosos los burgueses decimonónicos de buena familia que no se comían una rosca y que se las daban de sensibles y aseguraban que el placer artístico era más intenso y mejor que el sexual (aunque luego se aliviaban en burdeles). Auténticos pioneros de la autogestión sublimada que luego extendió la tecnología.

Y así vamos pasando la vida señor juez: inmersos en un discurso ubicuo e irreal que fomenta actividades que propicien encuentros sexuales «presenciales», cuando nuestra realidad diaria está repleta de renuncias y escaqueos. Alguien podría pensar que todo eso se hace para animar a una sociedad apática, quemada, hundida en lo fácil inmediato y que no planifica nada; pero no es verdad: puede que ese discurso se haya especializado y hecho más sofisticado, pero lo cierto es que no ha variado en lo esencial desde más de medio siglo. Un discurso que no sabe/no quiere darse por enterado de los cambios sociales que se están produciendo porque aún no tiene otro distinto que oponer, uno que sea compatible con las nuevas prioridades de la gente, o porque aún no sabe cómo rentabilizarlas... Vivir más está claro que viviremos más, pero se nos hará indudablemente más largo y aburrido. Eso si no encontramos antes la manera de deshacernos o de modificar el córtex reptiliano que llevamos incorporado de serie.


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