El desierto programado (I)

«Entre un 25% y un 30% de las mujeres nacidas [en España] en la segunda mitad de los 70 no serán madres. Una catástrofe demográfica acallada. Un fracaso como sociedad que no se contabiliza en las pérdidas de la crisis. No hay ley de segunda oportunidad para esta generación. Ni ayudas, ni subvenciones, ni moratorias. Ni un decreto ley para generar el principal patrimonio económico y social de una sociedad: los niños. En ocho años de crisis nadie ha movido un dedo por ayudar a la última gran generación que dejó de ser joven en una cola del desempleo.

»Uno de cada tres compañeros de pupitre de aquella selectividad no ha podido tener hijos. Hubiera querido pero la generación más preparada de la historia no estaba lista para esto».

Belén Carreño De la Generación X a la generación sin hijos (2016)

Es bastante probable que el siglo XXI acabe alumbrando, sin comerlo ni beberlo aunque sí por dejación, una sociedad en la que no tener descendencia --ni natural ni artificialmente-- sea una elección racional y ajustada a la lógica de la supervivencia. Una sociedad que renuncia a tener hijos y complicarse la existencia metiéndose en el fregado vital de su crianza y educación acabará siendo algo beneficioso, responsable y sensato. Y como todas las cosas de este mundo, no sucederá de la mañana a la noche, sino que es parte de un proceso gradual que ya podemos ver y anticipar, una tendencia que se va extendiendo a medida que el deseo de confort y el anhelo de una vida independiente (y, recientemente, también la mera subsistencia) se imponen como una actitud propia de individuos maduros. No harán falta decretos gubernamentales, epidemias de infertilidad ni apocalipsis (excusas favoritas de la literatura y al cine), sino más bien algo que aceptaremos con resignación. Algunos con alivio.

A mediados del siglo XX la opción de no-descendencia era parte del proyecto vital que perseguía a toda costa disociar la sexualidad de la procreación: tenía la ventaja de que así la maternidad se convertía en una elección consciente y de pleno derecho; por fin las mujeres ejercían un primer poder sobre sus cuerpos y además los discursos públicos --científicos y patrocinados-- podían segmentarse y especializarse en esos dos ámbitos tan diferentes (aunque relacionados por un mismo órgano) sin interferirse. Cuando los anticonceptivos hicieron realidad ese anhelo y dejaron de ser considerados un tabú o una especie de acto contra natura, también se normalizó la elección de una vida sin descendencia. Pero este avance, por sí solo, no fue suficiente para imponerse como opción mayoritaria: ha hecho falta un completo desbarajuste social, una conjunción de miopía política e ineptitud gestora, para complicar aún más las cosas y permitir que prenda como el napalm el deseo --cada vez menos disimulado-- de ahorrarse problemas renunciando a tener hijos. La tentación de un ocio urbanita ilimitado y puntuado de relaciones breves y gratificantes fue el primer argumento en tiempos de bonanza; en el último lustro se le ha unido una economía con nulo o escaso crecimiento, una austeridad inducida desde las élites y un acceso a trabajos precarios como única alternativa, convirtiendo un anhelo vital (algo que se consideraba parte del proyecto de vida de todo ser humano) en una condena. La precariedad permanente ha convertido la supervivencia del día a día en la elección más racional: sin trabajo no hay ingresos, sin ingresos no hay vivienda, sin vivienda no hay familia, sin familia no hay descendencia. Con ese camino bloqueado la mayoría se decanta por una subsistencia autosuficiente, ya sea en soledad o en estricta separación de bienes.

Algunas consecuencias de este cambio ya se pueden observar hoy, y se convertirán en problema cuando revertir la situación requiera un esfuerzo mayor que el que se trata de evitar, por lo que intentarlo será casi una pérdida de tiempo: beneficios legislativos y laborales, campañas institucionales, publicidad, series de ficción... Discursos ubicuos y edulcorados para reclutar a toda costa padres y madres por voluntad propia. Los que se apunten serán vistos como objetos de estudio, ejemplares de una especie protegida a los que hay que dispensar toda clase de cuidados y facilidades, renunciantes contra todo pronóstico que --de un modo irracional-- se sacrifican por la humanidad; hombres y mujeres merecedores de respeto y admiración, a salvo de toda crítica, burla y/o parodia. Su consideración en el discurso oficial y en el imaginario colectivo se parecerá mucho a la que se suele otorgar a desamparados, emigrados, discapacitados y/o víctimas de toda desgracia sobrevenida e injusta. En voz alta les demostraremos admiración y respeto, pero en la intimidad admitiremos que nos dan pena.

No es sólo que nazcan menos niños, es que la población envejece y la pirámide demográfica se desequilibra peligrosamente. Además, el panorama tecnológico no contribuye demasiado a paliar o corregir esta deriva: ha comenzado un proceso irreversible de sustitución del trabajo humano y remunerado por máquinas que hacen lo mismo más barato, sin errores, sin sueldo y sin reivindicaciones. La reacción social no se ha hecho esperar, provocando cambios inéditos --por su alta aceptación-- en el estilo de vida: atomización/reducción de las relaciones, tendencia al cooconing en zulos de ocio cada vez más cómodos y fortificados, servicios de pago que sustituyen prácticamente toda necesidad fisiológica básica... Los sin-descendencia se preguntan: ¿qué impulsa a esa gente que decide tener hijos a cambiar un posible bienestar por ese pozo sin fondo de gastos, cansancio, rutinización y/o asexualidad? A medida que se consolide la elección racional de la no-descendencia, la crianza de los hijos adquirirá proporciones de tarea abrumadora, un impulso irreflexivo que renuncia a toda lógica, a la comodidad, a la gratificación inmediata, y se lanza de frente contra el sentido común, el mismo que recomienda tolerar la precariedad y consolarse con cualquier espejismo de independencia.

(continuará)

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