Ejecutivos de lo cultural tan alcanforados y tan rezagados que se creen que van delante

La tozudería de algunos sectores de la industria cultural parece mostrar esperanzadores síntomas de desgaste. Ya no lo llena todo un discurso monocorde y obtuso que se niega a afrontar una realidad adversa para su mercado tradicional, sino que se abren paso otras perspectivas que contemplan lo digital como un negocio viable más allá de los beneficios basados en simples derechos. El cierre de Megaupload no parece haber hecho mella en la actividad de lo que estas industrias consideran el «internauta delincuente», ni siquiera en otras webs similares que, tras esconder la cabeza durante unos días, vuelven a aflorar los contenidos de siempre. Y las que desaparecen son sustituidas por otras nuevas en un proceso imparable. Aun así, todavía quedan cazurros que opinan que se puede detener y controlar el mercado a golpe de decretos-ley.

El usuario/consumidor, en cambio, se ha acostumbrado a utilizar y disfrutar de Spotify (en cuyo accionariado, no lo olvidemos, participan las propias disqueras) como si fuera una radio personalizada, una especie de radiación de fondo del bienestar musical. Los hay que prefieren pagar una cuota para no soportar la publicidad, otros la toleramos como en las emisoras de radio de toda la vida. La obsesión del almacenamiento ha dejado de ser la prioridad en música, una vez que la disponibilidad permanente de los catálogos musicales parece garantizada. Aun así, las disqueras creen que erradicando las descargas sus ventas volverán a los niveles de 1995, como si esa simple (e inviable medida) devolviera al usuario/consumidor el poder adquisitivo y el deseo de adquirir canciones en lugar de escuchar música mediante tarifa plana, que es la pauta de consumo que ha sustituido (así, en pasado) a los formatos de almacenamiento.

Las editoriales también empiezan a comprender que internet, más concretamente la blogosfera, es un vivero de escritores. Antes eran los editores y los agentes espabilados quienes detectaban o encontraban a jóvenes promesas de la literatura. Autores a los que el tiempo, la habilidad propia, la mercadotecnia y la buena fortuna acababan convirtiendo en escritores. Ahora la cosa es bastante más diferente: prácticamente todo aquel que sabe escribir (medianamente bien) puede hacer públicas sus aportaciones. Lo más rápido, directo y sencillo es a través de blogs y otras colaboraciones puntuales, que contribuyen a moldear temas, puntos de vista, estilo..., y lo que es más importante, la rapidez e inmediatez en la realización. Un blog acelera (cuando hay conocimientos suficientes, interés y precondiciones) la cristalización de un estilo literario; aunque también --hay que admitirlo-- modifica radicalmente el concepto de ficción literaria: ésta se hace más breve, aún más biográfica, de estilo más directo, con temas que se acercan más a lo cotidiano, casi siempre sin salir de lo popular... Pero es inevitable: las masas han tomado la palabra (escrita) y es normal que la literatura del siglo XXI se vea atravesada de arriba abajo por un boom de contenidos digitales creados por usuarios/consumidores prácticamente anónimos, con obsesiones y preocupaciones bastante alejadas de las antiguas elites consagradas.

Pero la cosa todavía va más allá, las editoriales se han dado cuenta de dos cosas: 1) que es imposible dar salida por los canales tradicionales a tantísimas aportaciones individuales (ficción, no ficción, estudios, análisis, compendios....); y 2) los autores nativos digitales ya pueden puentear sin problemas los canales tradicionales que --hasta ahora-- actuaban de filtro y les impedían dar a conocer sus textos. Las soluciones de autopublicación, las plataformas de venta a disposición de particulares (como la de Amazon), las webs de contenidos sindicados... son soluciones que funcionan (y muy bien) y amenazan con dejar fuera a los editores de toda la vida. Por eso se han puesto manos a la obra, y --de momento lo hacen las pequeñas editoriales y las más nuevas-- se dedican a bucear entre los desconocidos que más venden y les proponen dar el salto al papel. De aquí surgirán muy probablemente nuevas figuras literarias: personas que comenzaron emborronando blogs, luego epubs y finalmente, papel. Quizá un prurito de dignidad gremial impedía a los editores admitir este estado de cosas y lanzarse a husmear entre los «aficionados», pero al menos algunos se han sacudido los complejos.

El sector cinematográfico, en cambio, sigue enrocado en la fase de negar las evidencias, criminalizar al usuario/consumidor e ignorar las flagrantes posibilidades de negocio que les brinda internet, un mercado que desprecian porque son analfabetos digitales (igual que las disqueras hace diez años y las editoriales hace cinco). Las plataformas de cine por internet se multiplican, demuestran su solvencia técnica y de servicio, pero las multinacionales analógicas las ningunean impidiendo o evitando que incluyan en sus catálogos títulos de riguroso estreno. ¿Por qué? Pues porque asocian todo lo digital a copia incontrolada, a descarga ilegal, y porque están empeñadas en que el cine sólo se vea en sus salas. Los dispuestos a pagar (muchos ya lo hacen) por una tarifa plana que les permita disfrutar del cine en casa lo tienen jodido, porque es un modelo de consumo que desde el lado de la oferta no se acepta. O sala de cine (y luego DVD y, cinco años después, por televisión) o nada. El texto de Francisco Griñán en Sur.es todavía guarda las formas afirmando de entrada que el cine se debe consumir en pantalla grande, pero luego lanza los dardos a las heridas que duelen: la verdadera razón por la que NetFlix no desembarca en España es por las elevadas tasas de derechos de autor, no por la piratería ni la inexistencia de un mercado potencial (estos son los argumentos empresariales esgrimidos en sintonía con el clima político neoconservador imperante). Toneladas de negacionismo que se combinan con una ceguera tecnológica que afecta a ejecutivos de la vieja escuela, tan rezagados en sus conocimientos y apreciaciones que se creen que van delante.

¿Por qué no podemos ver estrenos de cine, simultáneamente, en sala y en internet? ¿Acaso no hay familias (monoparentales o no) que no pueden costearse un canguro, dispuestas a ver buen cine actual cuando sus rorros se acuestan? ¿Por qué no puedes organizar una velada, en casa, con tus amigos, para disfrutar de una divertida comedia, celebrando con grandes risotadas cada gag, bebiendo cócteles o parando para mear cuando te apetezca? ¿No podemos organizar una fiesta infantil, en casa, y dejar que los pequeños disfruten juntos del último estreno de su personaje infantil favorito? ¿Por qué no podemos ver el cine que queramos cuando y dónde queramos? ¿Quienes son estas distribuidoras para imponer pautas de consumo?

Si algo puede lograr internet es quebrar de una vez el monopolio interno que atenaza a las industrias culturales: basadas en conglomerados empresariales que se ocupan de cada parte del proceso de fabricación, distribución y exhibición, de manera que --aparentemente-- todo transcurre en un ecosistema de libre competencia, cuando en realidad, como en el sector energético, es la misma empresa con diferente nombre la que impone sus criterios estratégicos.




http://bajarsealbit.blogspot.com/2012/03/ejecutivos-de-lo-cultural-alcanforados.html

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