Materiales en un mundo espiritual

Hoy quiero hablar de fronteras físicas en Internet, algo así como si le diéramos la vuelta al título de aquella canción de The Police (Spirits in a material world).

Hace tiempo que se viene señalando la paradoja de una red universal en la que es muy complicado (por no decir imposible) establecer límites o fronteras que ayuden a gestionarla (y a controlarla, por supuesto). Aun así, algunas diferencias saltan a la vista: idiomáticas, de uso, estilo... Sin embargo, en lo que se refiere a los límites legislativos --claramente establecidos para el mundo real-- no se ha avanzado prácticamente nada, de manera que el ordenamiento de la actividad en Internet y la resolución de conflictos se hace a imagen y semejanza de lo existente para el mundo físico, olvidando que hay unos puntos de partida que determinan y exigen un nuevo punto de vista. En la práctica, cada país (básicamente los occidentales) se ha dotado de leyes que pretenden organizar su propia actividad interna por parte de las empresas que operan legalmente en el país (comercio, trámites, publicidad, información, ocio...), sobre las que tienen jurisdicción. Las incoherencias aparecen, por ejemplo, en materia de protección de datos personales: la legislación española establece al respecto que los servidores que alojen datos personales deben estar ubicados en territorio español. Parece una medida bienintencionada pero ¿qué pasa con el montón de datos que hemos facilitado a webs de vete-a-saber-de-dónde-son y que los guardan donde les parece? ¿Quién me protege en estos casos? ¿Cómo puedo saber a qué legislador nacional dirigirme? No está claro que los asesores habituales del usuario/consumidor --ni las instituciones oficiales-- sepan a qué atenerse en caso de que eso suceda, porque el laberinto de sociedades interpuestas y los cauces de comunicación oficiales establecidos por los legisladores de diferentes países retrasan, entorpecen y/o impiden actuar de forma reactiva (y mucho menos preventiva). Esto en el caso de datos personales, ya no hablemos en caso de fraude o reclamaciones comerciales.

El espacio es un concepto que únicamente tiene sentido en Internet para referirse al lugar desde el que accedo a la red: mi correo profesional está alojado en Madrid, mientras que yo trabajo con él desde Barcelona; mi correo personal está en EE UU (al menos eso creo, ya que desconozco si Google mantiene servidores fuera del territorio estadounidense), y los mismo pasa con mis blogs. Esto puede ser un problema en caso de que la justicia española tenga que intervenir, puesto que no tiene jurisdicción más allá de sus fronteras. Sí claro, hay mecanismos para salvar estas dificultades, pero complican estrepitosamente el proceso, perdiendo un tiempo que, en ocasiones, deja sin sentido las causas que lo pusieron en marcha.

De manera que, existe una única red que --en la práctica-- carece de fronteras y se resiste a dejarse parcelar. Ahora bien, lo que sí hay son otras redes actuando por debajo de la que conocemos, con sus flujos y sus nodos. A mi modo de ver, además de Internet, hay dos más por debajo:

1. En la superficie, el usuario/consumidor observa e interactúa sobre un continuo de páginas y servicios en el que no distingue naciones, tan sólo idiomas y direcciones. Navegar por ella es conocerla, pero es imposible abarcar sus límites, su densidad o sus accidentes.

2. Debajo de ésta se extiende la red legal de propietarios y titulares de derechos de marcas y sedes que aparecen en Internet, dibujando una telaraña que tiene sentido exclusivamente a nivel legal y jurídico (son esos rollazos sobre condiciones del servicio o de uso que nadie lee pero todo el mundo acepta). Es posible deducirla de forma limitada estudiando su contenido.

3. Debajo de la segunda red está la tercera y última, compuesta por las máquinas físicas que alojan los archivos y los ejecutables que dan vida a lo que el usuario/consumidor percibe en su pantalla y que tampoco tiene nada que ver con las otras dos. Es imposible deducirla porque no sabemos qué contiene cada máquina ni en qué parte del planeta está ubicada
.

Si tuviéramos un mapa de cada una veríamos que el diseño y el tráfico circulante no se parece en nada, pero al exponerlos uno sobre otro ante una bombilla (imaginemos que están hechos en papel cebolla y que somos Tintín en El secreto del Unicornio) los dos últimos compondrían --de forma milagrosa podría creer alguno-- un isótopo de la World Wide Web, la red que flota en la superficie. Siendo la tercera necesaria por definición, el problema consiste en poner orden en la segunda sin estorbar ni limitar las bondades de la primera y la tercera.

Las fronteras realmente existentes de la primera red son el idioma, el funcionamiento efectivo de las aplicaciones y la competencia del usuario/consumidor. Las de la segunda las legislaciones respectivamente nacionales. Las de la tercera el planeta Tierra, o ni siquiera eso, puesto que es posible que en un futuro no lejano los servidores estén alojados en el espacio. Mientras que para las dos primeras existe margen para la mejora y los cambios (el usuario/consumidor puede adquirir destreza, o aprender idiomas, y los legisladores ponerse de acuerdo para aprobar leyes de ámbito supranacional), para la tercera es imposible establecer límites más allá de la mínima infraestructura física (ordenador, unidad de almacenamiento, conexión a red), por lo que es una variable incontrolable, algo así como las actuales políticas de contención la natalidad en el Tercer Mundo.

Al fin y al cabo, el usuario/consumidor prefiere escoger en un mercado de alcance mundial, no necesariamente limitado a las fronteras geográficas, con la esperanza de dar con el mejor precio posible; y lo mismo sucede con los agentes del lado de la oferta: prefieren trabajar en un mercado sin trabas, que les permita sortear directivas y decretos laborales y financieros. Las innumerables fórmulas de alojamiento web facilitan enormemente este objetivo: housing, hosting, cloud computing... El propietario de la información es el responsable ante terceros, independientemente de dónde resida físicamente, el problema para el poder judicial reside en controlar a los proveedores que ofrecen espacio en/a sus máquinas para alojar todo tipo de contenidos que escapan a su control, ubicados en las antípodas del domicilio social de la empresa que paga. ¿Deberían estos clusters considerarse una especie de zona franca o deberían soportar una vigilancia exhaustiva y dotarse de un estatuto especial para prevenir fraudes y facilitar intervenciones rápidas? ¿Deberían los propietarios de la información declarar la ubicación exacta de los archivos y ejecutables, mantener una especie de mapa físico de sus sedes web, de modo que supiéramos que los datos están en Sevilla, el catálogo de productos en Vancouver y la administración en Delhi?

Poner fronteras a Internet no es una utopía propia de la ciencia-ficción, es cuestión de modificar ligeramente las puertas por donde pasa el tráfico de un país (por poner un ejemplo equivalente), de manera que sólo entre o salga lo que interesa. No es necesario filtrar por contenido ni por origen ni por destino de la información, se puede hacer a nivel protocolo: basta con obligar por decreto a las empresas de telecomunicaciones que si quieren operar en el país deberán modificar el protocolo de transporte para que los routers discriminen el tráfico interno, incluso bloqueen el saliente y/o impidan el entrante. China lleva tiempo planteándoselo, tan preocupada como está por la información a la que acceden sus habitantes sin supervisión gubernamental.

¿Un mundo tan etéreo necesitará leyes igual de etéreas? ¿Llegaremos a ver una especificación del protocolo TCP/IP auspiciada por el Parlamento Europeo? Creo que es cuestión de tiempo que se rompa la unidad primigenia de Internet y florezca una Babel de protocolos auspiciados por instituciones, gobiernos o grupos de interés.

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