Homo Deus. Breve historia del mañana de Yuval Noah Harari en tres minutos (1)
«Si sólo hay un mundo real y el número de mundos virtuales potenciales es infinito, la probabilidad de que habitemos el único mundo real es casi nula».
Si antes no hubiera leído a Aldous Huxley --especialmente el brevísimo texto sobre el ocio que incluye su colección de ensayos A lo largo del camino (1925)-- estaría bastante más deslumbrado tras descubrir Homo Deus: Breve historia del mañana (2015) de Yuval Noah Harari; pero lo he leído y por eso ahora no puedo no quitar el IVA a la parte más especulativa de su teoría. Aun así, debo confesar mi admiración por la capacidad de síntesis analítica de este historiador israelí, y por el modélico capítulo inicial, en el que en apenas cuarenta páginas es capaz de modificar el marco mental con el que la mayoría de lectores abordamos su texto y obligarnos a entrar en el que él necesita para exponer su propuesta de futuro para la humanidad.
Y es que el punto de partida del libro es absolutamente audaz: vivimos el mejor de los tiempos. Esta solemne declaración --más propia de un ingenuo optimisma o de un ideólogo interesado-- hace que, de entrada, dudemos de lo que vendrá a continuación. Sin embargo, aunque suene a autocomplacencia, a ceguera de clase acomodada ante los graves problemas del mundo actual, una vez debidamente contextualizada la premisa, debemos admitir que sí, que no podemos quejarnos de nuestro presente una vez que somos conscientes de dónde venimos. Guerras, fanatismos, enfermedades inclurables, supersticiones, dictadores, manipuladores... Comparado con todo eso --y contra todo pronóstico-- nuestra especie ha alcanzado niveles sin precedentes de prosperidad, salud y armonía; y si a esos antecedentes le sumamos el desarrollo científico y técnico y los valores que hemos arrastrado/heredado, todo indica que la humanidad se halla a las puertas de convertir en reales tres utopías que (entonces) parecían inalcanzables: la inmortalidad, la felicidad y la superhumanidad. ¿Qué ha cambiado para que ahora sí nos lancemos a por ellas? Pues que las religiones y las ideologías que sacralizaban la vida y la situaban por encima o más allá de la existencia terrenal, han perdido la batalla frente a la ciencia. Como la muerte era algo inevitable, esas ideologías dedicaron sus esfuerzos a objetivos más asequibles (mejorar destrezas, ayudar a los pobres, ser más creativos): de hecho, gran parte de nuestra pulsión artística, compromiso político y devoción religiosa se alimentan del miedo a la muerte y del deseo de legar a nuestros hijos un mundo mejor cuando desaparezcamos. Sin embargo, si de repente albergamos una expectativa razonable de que nuestra vida se prolongará mucho más allá de lo normal, nuestro legítimo deseo de prolongar la vida se negará a seguir usando el arte, la ideología o la religión como paliativos, para lanzarnos en su lugar a experimentar sin moderación toda clase de emociones intensas con la fuerza de un tsunami.
Queremos una felicidad eterna y garantizada, sin sobresaltos; el problema es que nuestra sensación de felicidad está determinada por nuestra bioquímica, y no tanto por nuestra situación económica, social o política. Nos importan un carajo las cosas que suceden fuera de nuestro cuerpo, sólo hacemos caso a lo que pasa en nuestro interior. Estamos diseñados para minimizar y/o ignorar todo lo que no sean nuestras sensaciones físicas y, por contra, nos cuesta mucho aceptar que no son más que lágrimas en la lluvia y más pronto o más tarde desaparecerán sin dejar rastro. La culpa la tiene la evolución: durante eones, nuestro sistema bioquímico sólo se preocupó de asegurar nuestras probabilidades de conservación y reproducción (y no ese concepto tan abstracto que hoy llamamos felicidad), recompensando con un intenso placer físico los actos que tienen que ver con la supervivencia (alimento, sueño, descanso) y la reproducción. Por eso, de forma instintiva, ocupamos tanto tiempo en la búsqueda de comida y pareja; los minerales con estructura atómica más parecida a la aleación artificial que consideramos hoy como la definición de felicidad. Todo lo demás es secundario y lo hemos inventado después. Para revertir esta condena biológica, lo mejor que sabemos hacer es desarrollar infinidad de cachivaches que nos proporcionen un sinfín de sensaciones placenteras, de modo que nunca nos falten y no dependamos de nuestras «sensaciones naturales» (pp. 43-47). Que digan lo que quieran los filósofos, los intelectuales, los gurús y los influencers: la felicidad es placer físico. Punto.
Pero no todo es solipsismo sensorial: hay una realidad objetiva donde las cosas existen independientemente; aparte de esa otra subjetiva que depende en exclusiva de nuestras creencias y sentimientos. Pero la clase de desarrollo bioquímico que hemos completado en este planeta y --una vez que alcanzamos un número suficiente de individuos-- nuestra necesidad de contacto social para sobrevivir nos ha llevado a perfeccionar una tercera: la realidad intersubjetiva, hecha de entidades que se generan y dependen de la comunicación entre muchos humanos y no de pensamientos y sensaciones individuales. Las ideas de Dios, Alma, Capitalismo o Nacionalismo y tantas otras --que suelen dar sentido a las vidas de muchas personas-- se han hecho fuertes en la realidad intersubjetiva, hasta el punto de que la gente las toma por realidades objetivas con existencia material e independiente, cuando no lo son. A pesar de esta ridícula confusión hemos incrementado exponencialmente nuestra cooperación y bienestar; pero también son la causa de que discutamos, nos sacrifiquemos inútilmente y nos destrocemos mutuamente. El Humanismo ha sido fundamental a la hora de dotar de sacralidad a estas ideas --y también la escritura, que ha permitido transmitirlas más allá de la existencia de las mentes individuales que las parieron--, haciéndonos creer que estos contenidos y/o relatos imaginarios tienen un poder real. No sólo eso: la historia humana está hecha de estos relatos intersubjetivos, gracias a su eficacia para dotar de sentido al mundo y a nuestros actos. Esa misma historia nos enseña que todas las doctrinas filosóficas nacen, se expanden, colapsan y... desaparecen. El Humanismo no va a ser una excepción: su declive llegará cuando las realidades intersubjetivas de los humanos sean sustituidas por códigos genéticos y electrónicos; en ese momento nuestras ficciones contemporáneas serán engullidas por realidades objetivas, y la biología se fusionará con la historia, que funcionará y se explicará únicamente a base de hormonas y neuronas (pp. 130-144).
(continuará)
Si antes no hubiera leído a Aldous Huxley --especialmente el brevísimo texto sobre el ocio que incluye su colección de ensayos A lo largo del camino (1925)-- estaría bastante más deslumbrado tras descubrir Homo Deus: Breve historia del mañana (2015) de Yuval Noah Harari; pero lo he leído y por eso ahora no puedo no quitar el IVA a la parte más especulativa de su teoría. Aun así, debo confesar mi admiración por la capacidad de síntesis analítica de este historiador israelí, y por el modélico capítulo inicial, en el que en apenas cuarenta páginas es capaz de modificar el marco mental con el que la mayoría de lectores abordamos su texto y obligarnos a entrar en el que él necesita para exponer su propuesta de futuro para la humanidad.
Y es que el punto de partida del libro es absolutamente audaz: vivimos el mejor de los tiempos. Esta solemne declaración --más propia de un ingenuo optimisma o de un ideólogo interesado-- hace que, de entrada, dudemos de lo que vendrá a continuación. Sin embargo, aunque suene a autocomplacencia, a ceguera de clase acomodada ante los graves problemas del mundo actual, una vez debidamente contextualizada la premisa, debemos admitir que sí, que no podemos quejarnos de nuestro presente una vez que somos conscientes de dónde venimos. Guerras, fanatismos, enfermedades inclurables, supersticiones, dictadores, manipuladores... Comparado con todo eso --y contra todo pronóstico-- nuestra especie ha alcanzado niveles sin precedentes de prosperidad, salud y armonía; y si a esos antecedentes le sumamos el desarrollo científico y técnico y los valores que hemos arrastrado/heredado, todo indica que la humanidad se halla a las puertas de convertir en reales tres utopías que (entonces) parecían inalcanzables: la inmortalidad, la felicidad y la superhumanidad. ¿Qué ha cambiado para que ahora sí nos lancemos a por ellas? Pues que las religiones y las ideologías que sacralizaban la vida y la situaban por encima o más allá de la existencia terrenal, han perdido la batalla frente a la ciencia. Como la muerte era algo inevitable, esas ideologías dedicaron sus esfuerzos a objetivos más asequibles (mejorar destrezas, ayudar a los pobres, ser más creativos): de hecho, gran parte de nuestra pulsión artística, compromiso político y devoción religiosa se alimentan del miedo a la muerte y del deseo de legar a nuestros hijos un mundo mejor cuando desaparezcamos. Sin embargo, si de repente albergamos una expectativa razonable de que nuestra vida se prolongará mucho más allá de lo normal, nuestro legítimo deseo de prolongar la vida se negará a seguir usando el arte, la ideología o la religión como paliativos, para lanzarnos en su lugar a experimentar sin moderación toda clase de emociones intensas con la fuerza de un tsunami.
Queremos una felicidad eterna y garantizada, sin sobresaltos; el problema es que nuestra sensación de felicidad está determinada por nuestra bioquímica, y no tanto por nuestra situación económica, social o política. Nos importan un carajo las cosas que suceden fuera de nuestro cuerpo, sólo hacemos caso a lo que pasa en nuestro interior. Estamos diseñados para minimizar y/o ignorar todo lo que no sean nuestras sensaciones físicas y, por contra, nos cuesta mucho aceptar que no son más que lágrimas en la lluvia y más pronto o más tarde desaparecerán sin dejar rastro. La culpa la tiene la evolución: durante eones, nuestro sistema bioquímico sólo se preocupó de asegurar nuestras probabilidades de conservación y reproducción (y no ese concepto tan abstracto que hoy llamamos felicidad), recompensando con un intenso placer físico los actos que tienen que ver con la supervivencia (alimento, sueño, descanso) y la reproducción. Por eso, de forma instintiva, ocupamos tanto tiempo en la búsqueda de comida y pareja; los minerales con estructura atómica más parecida a la aleación artificial que consideramos hoy como la definición de felicidad. Todo lo demás es secundario y lo hemos inventado después. Para revertir esta condena biológica, lo mejor que sabemos hacer es desarrollar infinidad de cachivaches que nos proporcionen un sinfín de sensaciones placenteras, de modo que nunca nos falten y no dependamos de nuestras «sensaciones naturales» (pp. 43-47). Que digan lo que quieran los filósofos, los intelectuales, los gurús y los influencers: la felicidad es placer físico. Punto.
Pero no todo es solipsismo sensorial: hay una realidad objetiva donde las cosas existen independientemente; aparte de esa otra subjetiva que depende en exclusiva de nuestras creencias y sentimientos. Pero la clase de desarrollo bioquímico que hemos completado en este planeta y --una vez que alcanzamos un número suficiente de individuos-- nuestra necesidad de contacto social para sobrevivir nos ha llevado a perfeccionar una tercera: la realidad intersubjetiva, hecha de entidades que se generan y dependen de la comunicación entre muchos humanos y no de pensamientos y sensaciones individuales. Las ideas de Dios, Alma, Capitalismo o Nacionalismo y tantas otras --que suelen dar sentido a las vidas de muchas personas-- se han hecho fuertes en la realidad intersubjetiva, hasta el punto de que la gente las toma por realidades objetivas con existencia material e independiente, cuando no lo son. A pesar de esta ridícula confusión hemos incrementado exponencialmente nuestra cooperación y bienestar; pero también son la causa de que discutamos, nos sacrifiquemos inútilmente y nos destrocemos mutuamente. El Humanismo ha sido fundamental a la hora de dotar de sacralidad a estas ideas --y también la escritura, que ha permitido transmitirlas más allá de la existencia de las mentes individuales que las parieron--, haciéndonos creer que estos contenidos y/o relatos imaginarios tienen un poder real. No sólo eso: la historia humana está hecha de estos relatos intersubjetivos, gracias a su eficacia para dotar de sentido al mundo y a nuestros actos. Esa misma historia nos enseña que todas las doctrinas filosóficas nacen, se expanden, colapsan y... desaparecen. El Humanismo no va a ser una excepción: su declive llegará cuando las realidades intersubjetivas de los humanos sean sustituidas por códigos genéticos y electrónicos; en ese momento nuestras ficciones contemporáneas serán engullidas por realidades objetivas, y la biología se fusionará con la historia, que funcionará y se explicará únicamente a base de hormonas y neuronas (pp. 130-144).
(continuará)
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