Historia contemporánea del deseo humano
«Hemos detenido la selección natural desde el momento en que somos capaces de criar a entre el 95 y el 99% de los bebés que nacen» David Attenborough.
«La pereza es connatural al ser humano. Si no fuera por nuestra imperiosa necesidad de procurarnos alimento y refugio no nos moveríamos del lugar donde caemos al nacer. Sólo el instinto de supervivencia está por encima de la pereza. Pero resulta que, gracias a la ciencia, a la tecnología y a nuestra peculiar forma de complicarnos la vida hemos conseguido eliminar casi todo el esfuerzo que suponía la búsqueda de alimento y seguridad, las dos actividades que, desde hace al menos diez milenios, han llenado casi en exclusiva nuestro tiempo de vida. Es más, hemos hecho tan bien lo de garantizarnos alimento y seguridad que estamos llegando a un punto en el que los satisfacemos en exceso. Nos sobra alimento (nos procuramos más del que podemos consumir, impidiendo de paso un mejor reparto y fomentando el desperdicio) y seguridad (nos protegemos contra amenazas poco probables o inexistentes). Gracias a estos dos excesos básicos la pereza vuelve a señorearse como instinto humano por excelencia. Por fortuna esa misma sociedad compleja que produce la enfermedad del exceso nos proporciona el antídoto que evitará que nos convirtamos en los seres ultraperezosos que augura Wall·E. Batallón de limpieza (2008) de Andrew Stanton. Tenemos a nuestra disposición dos buenas alternativas para relegar la pereza al lugar que ocupaba en nuestra lista mientras correteábamos por la sabana: el ocio y el deseo, expresados ambos en el sentido más amplio que quepa imaginar. Resueltos los problemas de alimento y seguridad, estos dos estímulos son los únicos que nos sacan de casa. Exposiciones, conciertos, gastronomía, actividades, deseos materiales, sensuales, sensoriales, adquisitivos y, por supuesto, sexuales. La cultura ha hecho un esfuerzo ingente por modificar nuestra configuración de fábrica, y cuando finalmente lo ha logrado el resultado ha sido espectacular, superando con creces el umbral de subsistencia y de incertidumbre que nos atemorizó durante milenios como animales y como homínidos. Lo que no ha podido modificar la cultura es nuestro funcionamiento a base de pulsiones, de reacciones instintivas, las acciones irreflexivas, la gratificación inmediata y egoísta. Todo esto se mantiene intacto. Y, ahora, eliminados de la ecuación el refugio y la seguridad, gracias a la tecnología y a la complejidad de nuestros sistemas sociales, rendimos vasallaje a dos sucedáneos igualmente adictivos. El deseo es el principal combustible del estado de cultura, con él llenamos el tiempo que hemos liberado al garantizarnos un excedente de alimento y de seguridad. La pereza, mientras tanto, sigue agazapada, a la espera de su oportunidad en cuanto nuevos usos y costumbres nos garanticen excedentes de ocio y deseo. Y de sexo».
Numerosas señales parecen indicar que estamos en el buen camino, en los comienzos de la era en la que tendremos garantizado el ocio, el deseo y el sexo por el mero hecho de ser actividades excedentarias, como sucedió con el alimento y con la seguridad. Es cuestión de tiempo. Y aunque parezca un contrasentido, la que lo tiene más fácil para lograrlo es el sexo. Cuanto más simple es el estímulo más sencillo es colmarlo. Hagamos un rápido repaso...
Los expertos no se acaban de poner de acuerdo en las formas y técnicas de la socialización del sexo; especialmente en lo relativo al umbral de tolerancia admitido a la hora de forzar las normas para frotarnos los cuerpos y procurarnos un orgasmo sin consecuencias hasta que el amanecer nos separe. En corto y claro: ligar con el objetivo nunca explícitamente declarado de obtener sexo sin compromiso; un arte que busca exactamente lo contrario de lo que dicta la ética social mayoritaria, pensada para armonizarse con la reproducción, la crianza de los hijos, el decoro y la mojigatería. Eso sí, al menos existe un consenso básico sobre las principales etapas en una supuesta Historia contemporánea del deseo humano, que serían tres:
1. Desde que a comienzos del siglo XX se consolidó el estilo de vida urbano y se debilitó la familia extensa agraria como organización familiar prioritaria, la socialización básica --incluida la sexual-- se articulaba en grupos de edad (un hecho al que sin duda contribuyó desde mucho antes la enseñanza en clases con alumnos de la misma edad desde mediados del siglo XVIII). Tras una primera mitad de siglo convulsa en matanzas y revoluciones, finalmente, en los años sesenta y setenta del siglo XX, se puede decir que estaban más que establecidos los roles, hitos y situaciones que marcaban la socialización del sexo juvenil: salir en pandillas, buscarse la vida para entrar a las mujeres ajenas al grupo, emparejarse, aprender sobre la marcha lo relativo al sexo, encontrar nuevos ídolos y rituales de afirmación, cuestionar las normas paternas... Aun así, todo esto seguía siendo compatible con el proceso de socialización para la vida adulta, ya que se asumía que todo esto no era más que una fase preparatoria, un desbravarse, algo que se abandonaba en el tránsito a la madurez y que recibía todo el apoyo del complejo machista-patriarcal. Entrar a las chicas para sobarlas y divertirse un rato con ellas se consideraba que curtía la personalidad y daba a los muchachos la clase de seguridad que iban a necesitar después como padres de familia y trabajadores. La literatura y el cine forjaron durante décadas una filosofía y una estética que servía a la vez de modelo, expresión y extensión de nuevas fronteras. Hasta que novelas como En el camino (1957), películas como Picnic (1955) o Rebelde sin causa (1955) supusieron un vuelco en cuanto a la caracterización de la juventud, retratada por primera vez desde el malestar de los inadaptados que no se amoldaban al esquema tradicional mayoritario (por las razones que fueran, tanto chicos como chicas). El modelo pandillero había iniciado su decadencia, aunque se siguió practicando hasta bien entrados los ochenta en numerosas zonas del planeta.
2. Esos raritos/as inadaptados/as que no se enfrentan a sus padres, que están más a gusto en su habitación leyendo y escuchando música (nunca éxitos comerciales), que poseen un gran mundo interior y una gran sensibilidad y timidez, esos chicos y chicas poco a poco hicieron de su dificultad para encajar en el modelo pandillero su principal seña de identidad, hasta que la masa crítica acumulada hizo que, a comienzos de los ochenta, se dotaran de una etiqueta que les representara socialmente: indies. El/la indie ya no responde a las pulsiones sexuales pandilleras ni entra en el juego de los sexos a base de labia, postureo y exhibición de hormonas. Su imagen transpira languidez soñadora, misterio y melancolía, con un look normativo inspirado en función de la generación y la moda cultural: Nico, Hope Sandoval (Mazzy Star), Christina Rosenvinge, Leonor Watling, Zooey Deschanel, Russian Red (todas ellas iconos indies en su momento, antes de acabar siendo madres o adultas desplazadas por otras indies más jóvenes). Como señala Victor Lenore, el indie huye de las pandillas porque detesta la competición y fundirse en la masa; por encima de todo desea individualizarse. Una vez aceptado este principio, toda su ética, costumbres, filias y fobias deben reorganizarse a su alrededor, especialmente la socialización básica de propósito sexual. El indie ya no se identifica con esas técnicas más o menos exageradas y/o ridículas de los abusones y matones de las pandillas, sino que liga por sublimación mutua. El indie, por definición, padece aversión a la comunicación directa, le produce sonrojo y, por eso, reacciona con un distanciamiento irónico a modo de coraza con la que trata de ocultar sus carencias y verdaderos deseos. Desde entonces las relaciones sexuales, además de imponerse como modelo para la literatura y el cine, se amoldaron a patrones de reconocimiento individual en lugar de jerarquías y roles como antes: tanto él como ella debían encontrarse (normalmente en un cute incident) y descubrir sin presiones su afinidad de carácter, de inadaptación, de deseos, de gustos musicales... Odiar y ridiculizar el entorno social mayoritario es su pauta básica de reafirmación del deseo. Filmes como Extraños en el paraíso (1984), El club de los cinco (1985), Terciopelo azul (1986), las novelas de Roberto Bolaño o la música --la principal fuente de inspiración de los deseos más íntimos del indie-- retratan esa aproximación desde la periferia al fenómeno de la socialización sexual y cultural de los jóvenes, con frecuencia mediante una caracterización solemne y traumática de las relaciones sexuales y de las dificultades para encontrar el amor, madurar y/o aceptar a los demás sabiendo que no son tan inteligentes, sensibles y especialitos como uno mismo.
3. La tercera etapa apenas es un esbozo, pero apunta cambios importantes gracias a una extraña conjunción de factores: secuelas no previstas en la digestión social de la tecnología, vidas en permanente conexión/exhibición, poder decir de todo a todo el mundo sin tener nada interesante que decir, convencimiento autoinducido de que todas estas cosas las tenemos bajo control. El indie se convirtió en hacker nada más descubrir que podía quedarse en casa (ahora ya no vive en la habitación de casa de sus padres) y obtener todo lo necesario para vivir desde allí: víveres, ropa, información, entretenimiento comercial, ocio refinado y, de paso, procurarse todos los orgasmos que hicieran falta. La sexualidad interpersonal está experimentando un declive, y los expertos lo achacan a la distracción constante que propone la tecnología. Los adolescentes se han convertido en vampiros que renuncian al sueño porque prefieren pasar la noche usando aplicaciones sociales gracias a las tarifas planas de sus padres (los cuales no hemos parado hasta conseguir llamadas gratis e ilimitadas por culpa de la vergüenza que pasamos al tener que hablar con el novio o la novia desde el comedor, con la familia delante y los padres haciendo gestos y poniendo caras raras porque la llamada iba a salir muy cara). Por descontado, el cine y la literatura (retro)alimentan y ahondan en la descripción de un mundo hipercomplejo e hipofuncional plagado de seres que conviven en una soledad adosada: Neuromante (1984), Hijos de los hombres (la novela de 1992 y la película de 2006), Ghost in the shell (1989), Cosmópolis (la novela de 2003 y la película de 2012). Las nuevas generaciones se aplican el romanticismo de ficción como si fuera crema hidratante, encajando en este esquema --a la fuerza si hace falta-- las reacciones de su libido. Mientras gestionan todo ese aluvión de sensaciones, se sientan a esperar que les toque la lotería sentimental, el hito incontrovertible que les abrirá las puertas de esa misma madurez en compañía que han añorado/deseado en la ficción. A los jóvenes de este comienzo de siglo no les gusta especialmente la soledad, pero la prefieren si la otra opción es convivir con un extraño; también odian descubrir de pronto que han malgastado su tiempo con alguien que no valía la pena, pero por encima de todo temen perder el control de sus vidas --ya sea por azar o por error-- o dejar pasar su sueño por estar distraídos o entregados a cosas poco importantes.
Siempre creímos que la demografía era el problema, que la caída de la natalidad era la más importante de las distorsiones que han introducido el bienestar, la tecnología y la abundancia. Pocos imaginaron que en ese mismo proceso íbamos a modificar nuestra libido de forma tan radical, a preferir estímulos no presenciales. Pensamos que el problema era que si nacían pocos bebés se pondría en riesgo el relevo generacional, pero que eso no tenía nada que ver con nuestro deseo sexual, que se mantendría tal como venía de serie, incluso fortalecido gracias a la liberación de la presión reproductora y la servidumbre del cuidado de la prole. Pero resulta que no, que no sólo nos da palo criar hijos, también en esto hemos sucumbido a la pereza y preferimos que los orgasmos nos los sirvan en casa. Y no porque no nos guste salir a por ellos, sino porque hemos inventado una manera más sencilla, rápida, eficaz y cómoda de obtenerlos sin desgastarnos física y socialmente. Si esta tercera etapa se completa, la siguiente pregunta que deberemos hacernos es: ¿qué nuevo estímulo o necesidad conseguirá sacudirnos la pereza?
Comentarios
¡qué cómodo! Se evitan conflictos y roces...
¡qué triste! Se pierde riqueza interpersonal...