Ritos pre-bladerunnerianos: Times Square
05/10/2012: Café del Mar
Times Square es, al igual que la isla de Ibiza y otros lugares muy concretos del planeta, una expresión de la modernidad, un laboratorio del futuro, un avance de la sociedad que se nos avecina. El aspecto de este privilegiado enclave neoyorquino a comienzos de este siglo XXI --tras la decadencia de los años ochenta-- parece haber sido diseñado para responder expresamente a una inspiración basada en la película Blade runner (1982), pero limitada y condensada en una superficie infinitamente menor (en la película se suponía que toda la ciudad de Los Angeles --y prácticamente todo el Occidente más avanzado-- era así), no sé si conscientemente o no llevada a la atrofia escenográfica por medio del cruce de la tecnología y la masificación humana.
A Times Square la gente acude como las polillas a la luz: por un instinto inexplicable e irrefrenable; en ella se arremolinan individuos de todas las partes del planeta por el puro placer de sentirse parte de algo que intuyen pero pocos sabrían expresar: quizá la sensación --inducida por infinidad de textos, películas, fotos y conversaciones-- de hallarse en el centro de la modernidad, de una mínima pero intensa recreación de la sociedad avanzada que queremos ser. Puede que la mera satisfacción de pisar el centro conceptual de algo. Todo recién llegado se ve impelido a autofotografiarse (solo o en grupo), dejando ver claramente la ubicación desde la que se emitirá el documento gráfico en cuanto se haga. Y no lo hacen únicamente para tener una prueba de su visita (como cualquier turista analógico), sino para sentirse y compartir con los que no están allí --ambas acciones son ya casi simultáneas gracias a las redes sociales-- su momentánea adhesión al principal centro de producción de presente continuo de nuestra civilización, su comunión social con un agregado de personas que no representan ni identifican a nada ni a nadie pero ocupan en ese instante el espacio sagrado al que todos miran y aspiran a acceder. Mientras estás en Times Square existes, eres puro presente.
Times Square es casi lo contrario a Ibiza: el lugar está abarrotado, pero no hay suciedad, no se hace botellón (ni espontáneo ni dirigido), no hay pulsión ni desenfreno sensual primitivo y desordenado. Como todos están mirando nadie se toca. Es un tumulto extremadamente civilizado en el que, por encima de todo, quedan claros los límites de los individuos que lo componen. Porque no se trata de un grupo, sino de un agregado de individuos. Ibiza, en cambio, es suciedad, alcohol, estimulación sensorial extrema, imperio del deseo... Una reserva de instintos aparentemente adormecidos o domesticados por el progreso.
A pesar de todo, en Times Square, se genera un relato, y la gente parece conocerlo, aunque sólo sea de una manera parcial. Un relato con el que ciertamente ganamos algo: nuestras imágenes tomadas en la plaza, desde ese centro del mundo, mantienen intacto su valor durante mucho tiempo. Es el deseo de perdurar, incluso por encima del presente continuo que representa Times Square; por eso peregrinamos hasta allí, para dejar constancia gráfica de un fragmento de existencia; para a continuación disolvernos en todas direcciones, sabiendo que al menos, durante unos breves momentos, hemos sido observados con envidia por esas mismas personas a las que enviamos compulsivamente nuestras imágenes. Esa pulsión narcisista, la misma que alimenta y sostiene las redes sociales, no es más que una manifestación de nuestro deseo de brillar, aunque sólo sea como una lágrima en la lluvia...
Sin embargo, casi nada sucede en Times Square: la única actividad real la proporcionan las tiendas de las multinacionales globales que rodean el recinto, las únicas que en verdad monetizan toda esa inmaterialidad que inunda a los visitantes; también los propietarios de las pantallas que iluminan la plaza día y noche. Pero la gente, los que están de paso y a pesar de eso creen ser los auténticos productores de realidad y de vanguardia por el mero hecho de existir allí, esos, no aportan nada. Se limitan a ocupar un espacio, a mirarlo, a retratarlo y a consumir, exactamente como haría cualquier turista en cualquier otro lugar del mundo. En realidad no somos tan diferentes de aquellos que no están en Times Square compartiendo ese instante con nosotros, pero hay algo en ese lugar que nos impulsa a creer que sí lo somos. Todos miran, se miran, parecen esperar una revelación (individual o colectiva) que no se acaba de producir; y mientras tanto la expectación crece en nuestro interior, nos agitamos, nos expresamos, consumimos... Basta decir que quien diseñó las gradas que hay sobre las taquillas TKTS era un genio o la gente ha encontrado por casualidad el uso que mejor se aviene con este espacio efímero por excelencia: un lugar desde el que contemplar Times Square como si fuera una pantalla táctil, deslizando el dedo para revisar el catálogo inacabable de historias individuales que se abre ante nosotros. Un lugar en el que se cumple a rajatabla el apotegma godardiano: contemplar y contemplarse contemplando.
Times Square es, al igual que la isla de Ibiza y otros lugares muy concretos del planeta, una expresión de la modernidad, un laboratorio del futuro, un avance de la sociedad que se nos avecina. El aspecto de este privilegiado enclave neoyorquino a comienzos de este siglo XXI --tras la decadencia de los años ochenta-- parece haber sido diseñado para responder expresamente a una inspiración basada en la película Blade runner (1982), pero limitada y condensada en una superficie infinitamente menor (en la película se suponía que toda la ciudad de Los Angeles --y prácticamente todo el Occidente más avanzado-- era así), no sé si conscientemente o no llevada a la atrofia escenográfica por medio del cruce de la tecnología y la masificación humana.
A Times Square la gente acude como las polillas a la luz: por un instinto inexplicable e irrefrenable; en ella se arremolinan individuos de todas las partes del planeta por el puro placer de sentirse parte de algo que intuyen pero pocos sabrían expresar: quizá la sensación --inducida por infinidad de textos, películas, fotos y conversaciones-- de hallarse en el centro de la modernidad, de una mínima pero intensa recreación de la sociedad avanzada que queremos ser. Puede que la mera satisfacción de pisar el centro conceptual de algo. Todo recién llegado se ve impelido a autofotografiarse (solo o en grupo), dejando ver claramente la ubicación desde la que se emitirá el documento gráfico en cuanto se haga. Y no lo hacen únicamente para tener una prueba de su visita (como cualquier turista analógico), sino para sentirse y compartir con los que no están allí --ambas acciones son ya casi simultáneas gracias a las redes sociales-- su momentánea adhesión al principal centro de producción de presente continuo de nuestra civilización, su comunión social con un agregado de personas que no representan ni identifican a nada ni a nadie pero ocupan en ese instante el espacio sagrado al que todos miran y aspiran a acceder. Mientras estás en Times Square existes, eres puro presente.
Times Square es casi lo contrario a Ibiza: el lugar está abarrotado, pero no hay suciedad, no se hace botellón (ni espontáneo ni dirigido), no hay pulsión ni desenfreno sensual primitivo y desordenado. Como todos están mirando nadie se toca. Es un tumulto extremadamente civilizado en el que, por encima de todo, quedan claros los límites de los individuos que lo componen. Porque no se trata de un grupo, sino de un agregado de individuos. Ibiza, en cambio, es suciedad, alcohol, estimulación sensorial extrema, imperio del deseo... Una reserva de instintos aparentemente adormecidos o domesticados por el progreso.
A pesar de todo, en Times Square, se genera un relato, y la gente parece conocerlo, aunque sólo sea de una manera parcial. Un relato con el que ciertamente ganamos algo: nuestras imágenes tomadas en la plaza, desde ese centro del mundo, mantienen intacto su valor durante mucho tiempo. Es el deseo de perdurar, incluso por encima del presente continuo que representa Times Square; por eso peregrinamos hasta allí, para dejar constancia gráfica de un fragmento de existencia; para a continuación disolvernos en todas direcciones, sabiendo que al menos, durante unos breves momentos, hemos sido observados con envidia por esas mismas personas a las que enviamos compulsivamente nuestras imágenes. Esa pulsión narcisista, la misma que alimenta y sostiene las redes sociales, no es más que una manifestación de nuestro deseo de brillar, aunque sólo sea como una lágrima en la lluvia...
Sin embargo, casi nada sucede en Times Square: la única actividad real la proporcionan las tiendas de las multinacionales globales que rodean el recinto, las únicas que en verdad monetizan toda esa inmaterialidad que inunda a los visitantes; también los propietarios de las pantallas que iluminan la plaza día y noche. Pero la gente, los que están de paso y a pesar de eso creen ser los auténticos productores de realidad y de vanguardia por el mero hecho de existir allí, esos, no aportan nada. Se limitan a ocupar un espacio, a mirarlo, a retratarlo y a consumir, exactamente como haría cualquier turista en cualquier otro lugar del mundo. En realidad no somos tan diferentes de aquellos que no están en Times Square compartiendo ese instante con nosotros, pero hay algo en ese lugar que nos impulsa a creer que sí lo somos. Todos miran, se miran, parecen esperar una revelación (individual o colectiva) que no se acaba de producir; y mientras tanto la expectación crece en nuestro interior, nos agitamos, nos expresamos, consumimos... Basta decir que quien diseñó las gradas que hay sobre las taquillas TKTS era un genio o la gente ha encontrado por casualidad el uso que mejor se aviene con este espacio efímero por excelencia: un lugar desde el que contemplar Times Square como si fuera una pantalla táctil, deslizando el dedo para revisar el catálogo inacabable de historias individuales que se abre ante nosotros. Un lugar en el que se cumple a rajatabla el apotegma godardiano: contemplar y contemplarse contemplando.
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