El capitalismo de Thomas Piketty en dos minutos

Llevamos siglo y medio debatiendo acerca de la naturaleza del capitalismo: acerca de su esencia, sus futuros previsibles, sus bondades inexplicables, sus contradicciones letales... Lo hacemos en las universidades, en los parlamentos, en las asambleas de estudiantes, en las sobremesas, en los bares, en madrugadas poscoitales... El objetivo siempre es el mismo: tratar de fijar su funcionamiento en una teoría con una coherencia lógica y empíríca (igual que si se tratara de la gravitación universal, la dinámica de fluidos o la relatividad especial) que nos proporcione una base argumental sobre la que fundamentar no sólo una praxis política, sino nuestra ética personal. Demasiado ambicioso, demasiado trascendente (de ahí las dimensiones de determinados fracasos --personales y colectivos-- de sobra conocidos), por lo menos debemos admitir o presuponer lo bienintencionado de la mayoría de los debates.

El Capital en el siglo XXI (2013) de Thomas Piketty (un título que claramente remite y desafía a otra famosa obra del siglo XIX) es un libro que pone a prueba una serie de intuiciones y premisas ético-políticas que no son sólo de su autor, sino de media humanidad, incluso de otra media que ya está muerta. Su objetivo es igual de ambicioso que los interminables debates de los últimos 150 años --establecer la naturaleza intrínseca del capitalismo--, pero también proyectar sus proposiciones generales y sus correspondeintes análisis empíricos sobre el siglo XXI que acabamos de empezar con no demasiado buen pie. La obra de Piketty viene a decir que la clave para aislar y comprender la naturaleza del capitalismo está en las series de datos que los países desarrollados han venido acumulando de forma sistemática (en ocasiones desde el siglo XVIII), y que es cuestión de saber cruzarlos para extraer pruebas y conclusiones que corroboren sus ideas. Plantear hipótesis, explicitar una metodología de análisis y aplicar la lógica deductiva. Igualmente ambicioso, igualmente trascendente.

De entrada, advierto que no pienso defender ni cuestionar la validez, coherencia ni pertinencia de los datos y comparaciones que maneja Piketty en su libro porque no tengo ni idea de cómo hacerlo; esa labor la dejo para los expertos y críticos del gremio de economistas que publican y tienen plaza fija en una universidad, que seguro que encontrarán argumentos para todo lo bueno y todo lo malo. Yo me quedo con la parte que puedo comprender y, por tanto sintentizar críticamente: su teoría general del capitalismo y el esquema argumental y estadístico en el que la sustenta.

Parece mentira que para formular algo aparentemente tan sencillo hagan falta casi seiscientas páginas, y que después de tantos años ahora resulte que el capitalismo, con toda su inmensa complejidad, pueda reducirse a dos leyes fundamentales:

Primera Ley del Capitalismo: la participación de los ingresos del capital en el ingreso nacional es igual a la tasa de rendimiento promedio del capital multiplicada por la relación capital/ingreso. Se trata de una simple igualdad contable, válida en todo tiempo y en todo lugar. Suena muy técnico, pero en lenguaje político viene a decir que los poseedores del capital reciben una productividad marginal --aka beneficio-- como remuneración por su(s) propiedad(es) --la(s) cual(es) puede(n) proceder de su ahorro pasado, o bien de una herencia de sus antepasados-- sin que tengan necesidad de aportar ningún nuevo trabajo. Es más, quienes amasan un capital gracias a su trabajo y esfuerzo personal acaban convertidos en rentistas, librándose de tener que trabajar más (él y/o sus descendientes). Puede que resulte racionalmente injusto, que indigne a más de uno, pero esta situación se produce siempre y en todo lugar, con independencia de toda moral en la que se mezclen capital y trabajo, y acabará produciendo una desigualdad fundacional a no ser que alguien con poder suficiente legisle abiertamente en contra de ese estado de cosas. Nos guste o no, el capital, y no el trabajo, es el motor del crecimiento económico; por eso lo llaman capitalismo y no trabajismo.

Segunda Ley del Capitalismo: una sociedad que ahorra mucho y crece lentamente (como sucede desde hace tiempo en las economías más desarrolladas de este planeta) acumula a largo plazo un enorme acervo de capital, lo que sin duda tendrá consecuencias en la estructura social y en la distribución de la riqueza. En ese lento crecimiento hay que incluir el de la población --en la mayoría de países capitalistas el crecimiento demográfico está muy ralentizado, incluso estancado--, una coyuntura agravante que, sumada a los efectos de la Primera Ley del Capitalismo, incrementa aún más la capacidad de acumular capital a los que ya lo poseen gracias, en buena parte, a la extendida práctica cultural de la herencia.

Esto es así porque Piketty lo formula como proposiciones fundamentales, no porque esa sea la naturaleza intersubjetiva del capitalismo, puesto que otros economistas antes que él interpretaron las cosas de muy diferente manera. Una de esas interpretaciones tuvo bastante éxito en la segunda mitad del siglo XIX y se debe a un tal Karl Marx. Este agudo e inteligente filósofo, analizando los pocos datos de que disponía, pronosticó un colapso mundial de la economía por culpa de la imparable acumulación de capital (proveniente la industria manufacturera británica, sin competencia en el planeta en aquellos años) a la que asistía en su época. A partir de que ese colapso fuera una realidad Marx razonó de la misma ridícula manera que Platón unos cuantos siglos antes cuando se encontró en una encrucijada similar: tras constatar que en cada generación se echaban a perder las esencias de su sociedad dedujo que debió de existir un tiempo en que esas esencias eran puras y sin corrupción, de modo que se inventó una utopía indemostrable que sirviera como mito, origen y explicación de todas sus teorías posteriores; así que se sacó de la toga la chorrada esa del mundo ideal y de las formas perfectas. Marx, por su parte, en un golpe de inspiración semejante, vaticinó una apropiación de los medios de producción por los trabajadores como una consecuencia lógica del colapso por culpa de la acumulación de capital. Marx sabía perfectamente que el capital no se podría acumular de forma indefinida e infinita, pero tal como crecía y se concentraba en su tiempo podía deducir que llegaría un momento en que habría tanto que su rendimiento se desplomaría, y entonces ¡chas! los medios de producción cambiarían de manos, como si el capital ya no tuviera razón de ser a partir de ese instante y todo pudiera funcionar a la perfección en su ausencia.

La cosa es que su utopía prendió en el imaginario obrero y se montó una buena, que culminó en 1917 y se desplomó en 1989 levantando considerables ampollas. Piketty, sin embargo, no se ensaña con los detalles de esta deriva fracasada y prefiere explicar las razones lógicas que llevaron a Marx a cometer semejante error de bulto: asumir de forma implícita que el incremento de la producción se debía básicamente a la acumulación de capital industrial (se producía más porque cada trabajador disponía de más máquinas y equipos, y no porque su productividad como tal aumentara). El desarrollo posterior de la tecnología y del propio capitalismo han demostrado que sólo el crecimiento de la productividad permite un crecimiento estructural a largo plazo, «sin embargo, teniendo en cuenta la falta de perspectiva histórica y de datos disponibles, eso no era evidente en la época de Marx [...] La contradicción dinámica señalada por Marx corresponde pues a una verdadera dificultad, cuya única salida lógica es el crecimiento estructural, que permite equilibrar --en cierta medida-- el proceso de acumulación del capital. El crecimiento permanente de la productividad y la población es lo que permite el equilibrio de la suma permanente de nuevas unidades de capital [...] a falta de lo cual, en efecto, los capitalistas cavarían su propia tumba: ya sea que se desgarren entre sí, en una tentativa desesperada por luchar contra la caída en la tendencia de la tasa de ganancia (por ejemplo, a través de la guerra para obtener las mejores inversiones coloniales, como en la crisis marroquí entre Francia y Alemania en 1905 y 1911), o bien que logren imponer al trabajo una participación cada vez más baja en el ingreso nacional, lo que acabaría por conducir a una revolución proletaria y a una expropiación general. En todo caso, el capitalismo está minado por sus contradicciones internas». Quizá bajo determinadas condiciones, como admite Piketty, se pudiera prever esa revolución proletaria, lo que no aclaró Marx --tan puntilloso él en sus críticas demoledoras a los hegelianos-- es de dónde salía el corolario racional del nuevo propietario colectivo de los medios de producción.

¿Hay alternativa a esta situación? Pues sí: al parecer, los conflictos mundiales que se produjeron entre 1914 y 1945 fueron los únicos acontecimientos (completamente ajenos a la economía) que consiguieron revertir temporalmente la concentración de capitales en unas pocas manos, pero una vez superada la posguerra --entre 1970 y 1980-- el capital volvió a alcanzar sus antiguos niveles de concentración. Con una ligera diferencia respecto a la situación anterior a 1914: que hoy en día existe una clase media patrimonial propietaria de aproximadamente la tercera parte de la riqueza nacional, de manera que los ricos de ahora son un 10% menos ricos que sus antepasados porque ese porcentaje se ha repartido entre la porción de población con unos ingresos medios; en cambio, para la mitad más pobre de la población su patrimonio sigue siendo tan escaso hoy como ayer. No resulta muy tranquilizador saber que el único método eficaz conocido de revertir la desigualdad (aunque sea temporalmente) es la guerra.

El hecho de que entre 1950 y 1979 el capitalismo pareciera estar bajo control, relativamente bien redistribuido (al menos en nivéles inéditos hasta entonces) y sin conflictividad social grave, hace que todavía hoy muchos políticos crean que se puede restaurar la legislación de aquella época sin tener en cuenta el resto de la coyuntura histórica (posguerra, mejoras tecnológicas, alto crecimiento, limitado rendimiento del capital) que favoreció aquel momento privilegiado, y reconstruir de este modo un cortafuegos político y social que impida que se cumpla la Primera Ley del Capitalismo. De esta gente cabría esperar un poco más de perspectiva y de agudeza en los detalles, porque de buenos propósitos ya están bien surtidos.

¿Alguna alternativa más? Creo que sí. Durante décadas la historiografía especializada ha cantado las bondades de tres revoluciones occidentales que apuntalaron el equilibrio actual entre capitalismo y democracia, ejemplos de indudables principios de progreso en el pasado y cuyos réditos políticos disfrutamos hoy. Lo cierto que es hay que quitar bastante IVA a todas ellas, puesto que aportaron una única cosa y pasaron de puntillas por la mayoría de los privilegios que llevaban siglos legitimando jurídicamente la desigualdad:

1. La Revolución Inglesa de 1688 inventó el parlamentarismo moderno pero dejó tras ella una dinastía real, la primogenitura terrateniente hasta la década de 1920 y privilegios políticos para la nobleza hereditaria que todavía, en el momento de escribir esto, no han sido abolidos.

2. La Revolución Francesa de 1789 encaró la igualdad jurídica de los individuos frente al mercado, pero con la mirada puesta únicamente en la derogación los privilegios de la aristocracia. Este buenismo legislativo no impidió que la sociedad francesa de principios de siglo XX fuera todavía más desigual que la del siglo XVIII.

3. La Revolución Estadounidense de 1776 dio origen al principio republicano, pero consintió que la esclavitud prosperara un siglo más y que la discriminación racial fuera legal durante casi el doble de tiempo.

De la economía de mercado resultante de las dos leyes formuladas por Piketty no se deduce, deriva ni contempla ninguna --repito, ninguna-- fuerza capaz de conducir de forma natural a una reducción de la desigualdad patrimonial o a una armoniosa estabilidad. No existe ninguna razón para creer en el carácter autoequilibrado del crecimiento, ni en la perfectibilidad de la autorregulación del mercado en condiciones ideales de legislación mínima. Es más, sostiene Piketty, la asimetría constante de los rendimientos del capital y del trabajo --en beneficio del primero-- significa que el pasado devora el porvenir, que las riquezas acumuladas por nuestros antepasados progresan mecánicamente más rápido, sin trabajar, que las producidas por el trabajo y a partir de las cuales es posible ahorrar: «la principal fuerza que explica la hiperconcentración patrimonial observada en las sociedades agrarias tradicionales y, en gran medida, en todas las sociedades hasta la primera Guerra Mundial [...] se vincula con el hecho de que se trata de economías caracterizadas por un bajo crecimiento y por una tasa de rendimiento del capital clara y duraderamente superior a la tasa de crecimiento [...] Se trata de condiciones ideales para que prospere una sociedad de herederos, caracterizada al mismo tiempo por una muy fuerte concentración patrimonial y por una gran persistencia en el tiempo y a través de las generaciones de esos patrimonios elevados». La única manera de mitigar --nunca erradicar-- esta desigualdad es a través de los métodos artificiales de la política, la única que podría contener la implantación de un Nuevo Antiguo Régimen.

Además de este entretenido relato sobre un tema clave de nuestra civilización, el libro de Piketty también ajusta cuentas con unos cuantos lugares comunes de la teoría económica clásica y neoliberal, tanto que casi nos hemos convencido de su verdad de tanto repetirlos: la teoría de la utilidad marginal (un modelo simplista e ingenuo con graves problemas conceptuales y empíricos que no permite dar cuenta de la diversidad de las evoluciones históricas y del desarrollo histórico del capitalismo); la inflación (esa creencia errónea tan enquistada en el convervadurismo neoliberal que afirma que reduce el rendimiento promedio del capital, cuando lo único que perjudica es la riqueza ociosa); el Principio de Pareto (que creía que las desigualdades se acababan compensando por arte de magia, sin necesidad de hacer nada por los más perjudicados en el reparto. Muchos fascistas llegaron a creer que sería así con una política económica adecuada) o la teoría de la oferta (la fuerza principal que lleva verdaderamente hacia la igualación de las condiciones es la difusión de los conocimientos y las cualificaciones, no el juego de la oferta y la demanda o la movilidad del capital y del trabajo).

En definitiva, después de leer El Capital en el siglo XXI, uno acaba por aislar y resituar algunos de los principales aspectos del debate económico, político y social respecto a nuestra existencia como trabajadores por cuenta ajena, los cuales curiosamente no tienen nada que ver con los ingresos, las barricadas, la fortuna o las capacidades propias. En mi caso, creo que el más importante es el siguiente: que las desigualdades patrimoniales no tienen la misma consideración social si son el producto de una herencia legada por generaciones anteriores o fruto del ahorro logrado a lo largo de una vida. Esta distinción está grabada a fuego en la clase media patrimonial de Occidente, y quizá es la única certeza que la mitad más pobre de cualquier sociedad está dispuesta a admitir como desigualdad natural compatible con un (aún) inédito orden igualitario. Este mismo dilema se detecta en la radiación del fondo que provoca el constante y agotador rifirrafe político relacionado con los ricos y los pobres, los empresarios y los obreros, la izquierda y la derecha parlamentarias... Lo cierto es que, a día de hoy, ha sido imposible dar con una fórmula legal que sea capaz de garantizar una distinción justa y fundamental entre herencia y esfuerzo y redistribuya el capital sin coartar las desigualdades naturales.

Ay, en fin, el capitalismo...


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