La contracultura de masas: 2. La contracultura oficial
1. Las industrias culturales
«La modernidad hedonista comercial no es el horizonte de la felicidad humana» (Henri Lefebvre: Crítica de la vida cotidiana, 1947).
La contracultura carece, por definición, de estructura y de liderazgo formales, pero su objetivo es el mismo que el de cualquier corriente ideológica o artística integrada: el poder de las ideas y de la expresión artística (Goffman, 2004). Hasta que la información y las comunicaciones no han subvertido este estado de cosas, se ha considerado a la contracultura como una reacción contra valores vigentes y mayoritarios. El hecho de que el objeto de su crítica sea lo «normal» lo que la convierte en transgresora y sospechosa de subversión. A pesar de que ya existían corrientes ideológicas y culturales que cumplían ambos requisitos desde mediados del siglo XIX, no es hasta la década de los sesenta del siglo XX cuando a cualquier movimiento contestatario del poder se le denomina específicamente como contracultura.
Sin embargo, la evolución de la tecnología le ha dado la vuelta a una definición que parecía autoevidente: gracias a ella, la contracultura ya no conoce trabas para expresarse, hacerse ver e, incluso, disponer de sus propios canales de distribución de información. Ya no es obligatorio disponer de redes que funcionen en sincronía con la jerarquía del poder político y económico, estrechamente vigiladas y vinculadas; la tecnología ha dado paso a un modelo en el que la información fluye horizontalmente desde cualquier emisor en el que la compartición y la igualdad son la norma. Siguen existiendo en todo su esplendor los pocos productores/distribuidores unidireccionales que hacen fluir la información verticalmente, ahora han surgido infinidad de nuevos operadores: informales, sin prestigio, parciales, cortoplacistas, pero igual de interesados que los mayoritarios en defender su propio statu quo. La pauta es la convergencia y la interacción y gracias a ella el usuario/consumidor ha mutado de espectador pasivo a creador y difusor de información, cultura y conocimiento (Marc Porat, 1977). La ubicuidad, la asequibilidad y la facilidad de la tecnología digital han transformado el mapa de la comunicación y de la cultura en una sociedad que ahora se define en términos de red, no de flujos hanseáticos de comunicación estrictamente verticales y unidireccionales.
El alcance planetario de la contracultura digital acaba también con la presunción de que se trata de un fenómeno minoritario: los idearios radicales están sincronizados con realidades sociales bien definidas sobre la que tratan de influir: presumen de disponer de redes estables, funcionales, igualitarias y armónicas que les sirven de soporte y de altavoz. Estas contraculturas digitales obvian las lagunas y brechas digitales, los malos usos, los abusos, los monopolios tecnológicos y operacionales; la desestructuración de facto de sus componentes, el carácter temporal y limitado de sus iniciativas y el hecho de que su motivación directa sea la obtención de un beneficio o cambio a corto plazo. La contracultura se ha convertido, gracias a esta conjunción de factores, en un fenómeno de masas.
Esta nueva contracultura de masas sólo parece compartir un único punto en común con la contracultura predigital: el ataque a las ideas vigentes y la radicalidad de sus propuestas alternativas. ¿se puede seguir considerando esto como una actitud contracultural? ¿El hecho de que amenace con convertirse en mayoritaria (por expansión, no por su grado de penetración en los círculos del poder, que sigue siendo limitado o rechazado explícitamente) anula su carácter subversivo? ¿Acaso no es la contracultura de masas un oxímoron?
Los Estados-nación son el resultado práctico del salto cualitativo, el primero en su historia, que experimentó el capitalismo en el siglo XVII: apostó por ir más allá de los mercados locales tradicionalmente repartidos mediante alianzas comunitarias y redes familiares. Cuando el mercado de proximidad estuvo más que consolidado y la tecnología lo permitió, el capitalismo se lanzó a expropiar nuevas tierras más allá de las fronteras seguras: se trataba de obtener materias primas baratas (con mano de obra esclava, si era necesario) y colocarle a cambio los productos manufacturados por un precio superior. Un negocio redondo. Estos nuevos yacimientos/mercados estaban lejos de los centros de producción, requerían mejores y más transportes, pero lo mejor de todo es que no estaban sujetos a ninguna legislación conocida o vigente. Todo estaba permitido; ni siquiera el poder eclesiático se atrevía a imponer su criterio frente a una flagrante explotación de seres humanos.
Gracias a ese primer salto el capitalismo supo lo que significaba operar como un sistema salvaje y depredador, y los enormes beneficios que reportaba. Esta aventura de nefastas consecuencias humanas y medioambientales culminó a mediados del siglo XIX y se la conoce vulgarmente como colonialismo (1870-1914). Durante esos años, los Estados-nación lograron consolidar incipientes instituciones multilaterales con las que administrar los mercados desrregulados que eran las colonias. Todavía hoy vivimos bajo el yugo de las instituciones heredadas de aquella etapa: el GATT (más tarde reconvertido pero no democratizado en OMC), pero lo más lamentable es que ni entonces ni ahora esas instituciones, ni los Estados-nación que las componían, han sido capaces de mejorar las condiciones de vida de los territorios que dicen tutelar y/o representar, ni siquiera de minimizar las desigualdades o las escandalosas distorsiones que persisten en los flujos comerciales mundiales. Cumbres, cónclaves y congresos... un fracaso detrás de otro. Un balance que deja poco margen para el optimismo.
Entre 1980 y 1995 se ha ido gestando un cambio tecnológico que ha propiciado al capitalismo su segundo gran salto cualitativo: la globalización. Y como en el primero, consiste en la apertura forzosa de un nuevo mercado, desregulado, desajustado e indefenso por definición, en el que las empresas globales se apresuran a esquilmar antes de que haya una legislación que ponga límites a su actividad y a su beneficio. Este nuevo mercado ya no es físico (el colonialismo no dejó ningún territorio por descubrir ni someter), sino virtual: mercados financieros en red, comercio electrónico mundial, oferta de productos y servicios en régimen de dumping de facto, desinversión industrial, precarización laboral... Ya no hace falta viajar ni abrir sucursales en países lejanos, la tecnología digital basta para hacer negocios desde cualquier parte del mundo sin movilizar equipos y personas. Al igual que el colonialismo, la globalización provoca tensiones inevitables: la más importante entre las comunidades locales (antiguas colonias, zonas tradicionalmente industrializadas, colectivos) y las corporaciones globales que hacen dinero sin necesidad de invertir en los territorios; la segunda la reestratificación social que genera el enfrentamiento entre ambos bloques. El rechazo al rodillo del capital globalizado hace que aparezcan movimientos e iniciativas antiglobalización que tratan de oponerse (incluso algunos utópicos subvertir) a semejante tsunami devastador. Son ideologías que defienden el regreso a situaciones previas al primer salto del capitalismo (comercio de proximidad, sostenibilidad, ecologismo, movimientos por el decrecimiento), la adopción de modos de vida directamente pretecnológicos o el simple rechazo de la tecnología como responsable de todos los desastres. Ni unos ni otros comprenden que no hay vuelta atrás, que lo importante es encauzar una corriente imparable, no tratar de desviarla, y mucho menos invertirla.
Es en este contexto de enfrentamiento y de salto cualitativo del capitalismo donde hay que situar la contracultura de masas actual: curiosamente, forman parte de ella tanto los movimientos antiglobalización como las empresas que operan en ese nuevo mercado global aún por domesticar. Se la puede considerar de masas porque incluye comunidades y colectivos muy diversos y numerosos; y además ninguno de los dos (movimientos y empresas) forma parte, estrictamente hablando, de los ámbitos del poder tradicional de los Estados-nación, de los que emana el poder legislativo. Unos y otras, si acaso, se atrincheran en foros sectoriales o forman grupos de presión desde donde tratan de alinear las decisiones de los gobiernos con sus intereses particulares. Por objetivos, actividad, contenidos, desafío al poder, se las puede considerar como contraculturales. El potencial tecnológico y económico de las empresas y el factor ideológico de los movimientos antiglobalización no invalida el hecho de que ambos se comportan como una contracultura; una contracultura de masas no comparable a las anteriores a 1995, que actúan en un ámbito aún no legislado de futuro incierto. No forman parte del poder institucionalizado, pero su influencia es tan visible que a veces pueden dar la impresión de ser un espejismo de contracultura oficial.
Y así están las cosas: la contracultura antitecnológica y la anticapitalista ejercen una importante fuerza compensadora frente a la actividad desregulada de los gigantes del mercado global, que operan como una especie de contracultura del capitalismo poscolonial. Mientras tanto, sigue pendiente un consenso mundial para legislarlo o un foro en el que debatir estas cuestiones con garantías democráticas. No seamos ingenuos: igual que del colonialismo y la OMC no ha salido un mercado de productos y servicios más equitativo e igualitario, no esperemos grandes novedades respecto a un mercado global que puede llevar décadas someter a base de leyes.
Es cierto que el triunfo de la razón ilustrada dejó muchos cadáveres por el camino y una terrible sensación de pérdida (que dio paso a una previsible reacción romántica antimoderna), pero a pesar de sus errores y contradicciones (elitismo, racismo, colonialismo, injusticias económicas, devastación ambiental), la Ilustración sentó las bases de la libertad de asociación, el pensamiento libre y la comunicación abierta que hoy disfrutamos. Así que, señores tecnócratas, consultores y demás intelectuales neoposmodernos que desprecian de entrada cualquier mención a la racionalidad ilustrada como el enésimo fracaso de la filosofía y de la ciencia social, una trampa en la que no piensan caer porque sus ideas son mejores por el simple hecho de estar aliñadas con tecnología, a todos les recuerdo que expresan sus opiniones gracias a que algunas de las batallas fundamentales de la racionalidad se ganaron (con retraso, es cierto) y sirvieron de cimiento a la sociedad democrática, de cuyos logros sin duda se están beneficiando.
(continuará)
«La modernidad hedonista comercial no es el horizonte de la felicidad humana» (Henri Lefebvre: Crítica de la vida cotidiana, 1947).
La contracultura carece, por definición, de estructura y de liderazgo formales, pero su objetivo es el mismo que el de cualquier corriente ideológica o artística integrada: el poder de las ideas y de la expresión artística (Goffman, 2004). Hasta que la información y las comunicaciones no han subvertido este estado de cosas, se ha considerado a la contracultura como una reacción contra valores vigentes y mayoritarios. El hecho de que el objeto de su crítica sea lo «normal» lo que la convierte en transgresora y sospechosa de subversión. A pesar de que ya existían corrientes ideológicas y culturales que cumplían ambos requisitos desde mediados del siglo XIX, no es hasta la década de los sesenta del siglo XX cuando a cualquier movimiento contestatario del poder se le denomina específicamente como contracultura.
Sin embargo, la evolución de la tecnología le ha dado la vuelta a una definición que parecía autoevidente: gracias a ella, la contracultura ya no conoce trabas para expresarse, hacerse ver e, incluso, disponer de sus propios canales de distribución de información. Ya no es obligatorio disponer de redes que funcionen en sincronía con la jerarquía del poder político y económico, estrechamente vigiladas y vinculadas; la tecnología ha dado paso a un modelo en el que la información fluye horizontalmente desde cualquier emisor en el que la compartición y la igualdad son la norma. Siguen existiendo en todo su esplendor los pocos productores/distribuidores unidireccionales que hacen fluir la información verticalmente, ahora han surgido infinidad de nuevos operadores: informales, sin prestigio, parciales, cortoplacistas, pero igual de interesados que los mayoritarios en defender su propio statu quo. La pauta es la convergencia y la interacción y gracias a ella el usuario/consumidor ha mutado de espectador pasivo a creador y difusor de información, cultura y conocimiento (Marc Porat, 1977). La ubicuidad, la asequibilidad y la facilidad de la tecnología digital han transformado el mapa de la comunicación y de la cultura en una sociedad que ahora se define en términos de red, no de flujos hanseáticos de comunicación estrictamente verticales y unidireccionales.
El alcance planetario de la contracultura digital acaba también con la presunción de que se trata de un fenómeno minoritario: los idearios radicales están sincronizados con realidades sociales bien definidas sobre la que tratan de influir: presumen de disponer de redes estables, funcionales, igualitarias y armónicas que les sirven de soporte y de altavoz. Estas contraculturas digitales obvian las lagunas y brechas digitales, los malos usos, los abusos, los monopolios tecnológicos y operacionales; la desestructuración de facto de sus componentes, el carácter temporal y limitado de sus iniciativas y el hecho de que su motivación directa sea la obtención de un beneficio o cambio a corto plazo. La contracultura se ha convertido, gracias a esta conjunción de factores, en un fenómeno de masas.
Esta nueva contracultura de masas sólo parece compartir un único punto en común con la contracultura predigital: el ataque a las ideas vigentes y la radicalidad de sus propuestas alternativas. ¿se puede seguir considerando esto como una actitud contracultural? ¿El hecho de que amenace con convertirse en mayoritaria (por expansión, no por su grado de penetración en los círculos del poder, que sigue siendo limitado o rechazado explícitamente) anula su carácter subversivo? ¿Acaso no es la contracultura de masas un oxímoron?
Los Estados-nación son el resultado práctico del salto cualitativo, el primero en su historia, que experimentó el capitalismo en el siglo XVII: apostó por ir más allá de los mercados locales tradicionalmente repartidos mediante alianzas comunitarias y redes familiares. Cuando el mercado de proximidad estuvo más que consolidado y la tecnología lo permitió, el capitalismo se lanzó a expropiar nuevas tierras más allá de las fronteras seguras: se trataba de obtener materias primas baratas (con mano de obra esclava, si era necesario) y colocarle a cambio los productos manufacturados por un precio superior. Un negocio redondo. Estos nuevos yacimientos/mercados estaban lejos de los centros de producción, requerían mejores y más transportes, pero lo mejor de todo es que no estaban sujetos a ninguna legislación conocida o vigente. Todo estaba permitido; ni siquiera el poder eclesiático se atrevía a imponer su criterio frente a una flagrante explotación de seres humanos.
Gracias a ese primer salto el capitalismo supo lo que significaba operar como un sistema salvaje y depredador, y los enormes beneficios que reportaba. Esta aventura de nefastas consecuencias humanas y medioambientales culminó a mediados del siglo XIX y se la conoce vulgarmente como colonialismo (1870-1914). Durante esos años, los Estados-nación lograron consolidar incipientes instituciones multilaterales con las que administrar los mercados desrregulados que eran las colonias. Todavía hoy vivimos bajo el yugo de las instituciones heredadas de aquella etapa: el GATT (más tarde reconvertido pero no democratizado en OMC), pero lo más lamentable es que ni entonces ni ahora esas instituciones, ni los Estados-nación que las componían, han sido capaces de mejorar las condiciones de vida de los territorios que dicen tutelar y/o representar, ni siquiera de minimizar las desigualdades o las escandalosas distorsiones que persisten en los flujos comerciales mundiales. Cumbres, cónclaves y congresos... un fracaso detrás de otro. Un balance que deja poco margen para el optimismo.
Entre 1980 y 1995 se ha ido gestando un cambio tecnológico que ha propiciado al capitalismo su segundo gran salto cualitativo: la globalización. Y como en el primero, consiste en la apertura forzosa de un nuevo mercado, desregulado, desajustado e indefenso por definición, en el que las empresas globales se apresuran a esquilmar antes de que haya una legislación que ponga límites a su actividad y a su beneficio. Este nuevo mercado ya no es físico (el colonialismo no dejó ningún territorio por descubrir ni someter), sino virtual: mercados financieros en red, comercio electrónico mundial, oferta de productos y servicios en régimen de dumping de facto, desinversión industrial, precarización laboral... Ya no hace falta viajar ni abrir sucursales en países lejanos, la tecnología digital basta para hacer negocios desde cualquier parte del mundo sin movilizar equipos y personas. Al igual que el colonialismo, la globalización provoca tensiones inevitables: la más importante entre las comunidades locales (antiguas colonias, zonas tradicionalmente industrializadas, colectivos) y las corporaciones globales que hacen dinero sin necesidad de invertir en los territorios; la segunda la reestratificación social que genera el enfrentamiento entre ambos bloques. El rechazo al rodillo del capital globalizado hace que aparezcan movimientos e iniciativas antiglobalización que tratan de oponerse (incluso algunos utópicos subvertir) a semejante tsunami devastador. Son ideologías que defienden el regreso a situaciones previas al primer salto del capitalismo (comercio de proximidad, sostenibilidad, ecologismo, movimientos por el decrecimiento), la adopción de modos de vida directamente pretecnológicos o el simple rechazo de la tecnología como responsable de todos los desastres. Ni unos ni otros comprenden que no hay vuelta atrás, que lo importante es encauzar una corriente imparable, no tratar de desviarla, y mucho menos invertirla.
Es en este contexto de enfrentamiento y de salto cualitativo del capitalismo donde hay que situar la contracultura de masas actual: curiosamente, forman parte de ella tanto los movimientos antiglobalización como las empresas que operan en ese nuevo mercado global aún por domesticar. Se la puede considerar de masas porque incluye comunidades y colectivos muy diversos y numerosos; y además ninguno de los dos (movimientos y empresas) forma parte, estrictamente hablando, de los ámbitos del poder tradicional de los Estados-nación, de los que emana el poder legislativo. Unos y otras, si acaso, se atrincheran en foros sectoriales o forman grupos de presión desde donde tratan de alinear las decisiones de los gobiernos con sus intereses particulares. Por objetivos, actividad, contenidos, desafío al poder, se las puede considerar como contraculturales. El potencial tecnológico y económico de las empresas y el factor ideológico de los movimientos antiglobalización no invalida el hecho de que ambos se comportan como una contracultura; una contracultura de masas no comparable a las anteriores a 1995, que actúan en un ámbito aún no legislado de futuro incierto. No forman parte del poder institucionalizado, pero su influencia es tan visible que a veces pueden dar la impresión de ser un espejismo de contracultura oficial.
Y así están las cosas: la contracultura antitecnológica y la anticapitalista ejercen una importante fuerza compensadora frente a la actividad desregulada de los gigantes del mercado global, que operan como una especie de contracultura del capitalismo poscolonial. Mientras tanto, sigue pendiente un consenso mundial para legislarlo o un foro en el que debatir estas cuestiones con garantías democráticas. No seamos ingenuos: igual que del colonialismo y la OMC no ha salido un mercado de productos y servicios más equitativo e igualitario, no esperemos grandes novedades respecto a un mercado global que puede llevar décadas someter a base de leyes.
Es cierto que el triunfo de la razón ilustrada dejó muchos cadáveres por el camino y una terrible sensación de pérdida (que dio paso a una previsible reacción romántica antimoderna), pero a pesar de sus errores y contradicciones (elitismo, racismo, colonialismo, injusticias económicas, devastación ambiental), la Ilustración sentó las bases de la libertad de asociación, el pensamiento libre y la comunicación abierta que hoy disfrutamos. Así que, señores tecnócratas, consultores y demás intelectuales neoposmodernos que desprecian de entrada cualquier mención a la racionalidad ilustrada como el enésimo fracaso de la filosofía y de la ciencia social, una trampa en la que no piensan caer porque sus ideas son mejores por el simple hecho de estar aliñadas con tecnología, a todos les recuerdo que expresan sus opiniones gracias a que algunas de las batallas fundamentales de la racionalidad se ganaron (con retraso, es cierto) y sirvieron de cimiento a la sociedad democrática, de cuyos logros sin duda se están beneficiando.
(continuará)
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