Un balance para mi generación
El deterioro del mundo social y económico acumula a estas alturas demasiados errores. No puede tratarse de un error de cálculo. Tampoco es probable que responda a un minucioso y deliberado plan de vaciado del estado del bienestar o de contenido democrático, porque para ejecutarlo debe haber detrás gente preparada e inteligente, y los inútiles electos y designados que desde hace cinco años y también hoy toman las decisiones están completamente perdidos, no se enteran de nada, reaccionan a base de espasmos, como si fueran peces fuera del agua o, simplemente, revelan con sus declaraciones que las consecuencias de sus decisiones les importan un carajo mientras no sean ellos los afectados. Estamos en manos de auténticos gilipollas congénitos, y todo Occidente está afectado ahora mismo.
De los noventa hasta ahora las elites políticas no han hecho otra cosa que consentir y ahondar en una economía política neocon repleta de incoherencias hasta para el más ignorante; disfrazada y vendida a pesar de todo como una aséptica y necesaria gestión sin ideología. Durante dos décadas hemos asistido --impávidos, estupefactos-- a estrepitosos y anunciados fracasos de gestión de lo privado, fraudes monumentales cuyos responsables quedan impunes, desastres humanos y ecológicos causados por una política suicida de desinversión pública y bajada de impuestos. En estos momentos, el mundo capitalista se encuentra en una encrucijada letal: 1) no es posible seguir gobernando y administrando a base de préstamos; 2) no es posible retrasar ni alargar los plazos de devolución (los compromisos actuales ascienden a cantidades astronómicas y se extienden más allá de dos generaciones) y 3) el usuario/consumidor ya no tiene un duro para aportar a la caja común, y menos para consumir. Nos han dejado lo que se dice pelados, con lo puesto.
Lo más curioso es que, ante semejante panorama, nadie se plantee, no ya un cambio de modelo, sino una profunda modificación legislativa que ponga las bases de un mejor sistema de financiación y gestión de lo público, mejor control sobre las decisiones de los cargos electos y una normativa de ponga límites a un mercado libre, es cierto, pero completamente fuera de control. Al contrario, responsables y cómplices se apresuran a parchear las cosas desde la más pura ortodoxia de un sistema podrido, al límite de su capacidad. Y ahí, justo en medio, está mi generación, condenada a digerir durante una década (como mínimo) la cadena de errores egoístas que nos ha llevado a este abismo. Creíamos haber superado el miedo endémico al paro que nos atenazó durante la juventud; hemos vivido unos años en medio de un espejismo de abundancia decreciente aunque estable, y ahora, de pronto, nos estalla este globo de mierda. Ya no nos libraremos de él. Mi generación quedará marcada por este extraño eterno retorno de la fatalidad.
No es sólo que auténticos inútiles --electos o designados-- amenacen con enquistarse en un poder otorgado, sino que las consecuencias de sus nefastas decisiones va a jodernos la vida durante muchos más años de los que ellos estén al mando. Y cuando hayan acabado su trabajo y regresado a sus casas, la inmensa mayoría tendremos que digerir las secuelas cotidianas de sus leyes y decretos. Los gobiernos caen y otros les suceden, el poder nunca puede quedar vacante, pero las generaciones son únicas, no tienen recambio; les toca vivir su tiempo irrepetible. A la mía y a unas cuantas más ya les han dejado sin futuro.
Estos últimos cinco años de desastres encadenados han alcanzado la línea de flotación de mi generación, la de los nacidos en los sesenta del siglo XX, y es probable que marque definitivamente el resto de nuestro ciclo vital. Nosotros, los hijos de la abundancia sesentera, la última infancia feliz por analógica (puede que la más feliz de todo el siglo XX) hemos quedado marcados por la perspectiva de un empobrecimiento inducido. Que los libros de historia señalen a los culpables --Reagan, Thatcher, Bush, Aznar, Berlusconi, Merkel, Rajoy-- no es suficiente ni sirve de consuelo. Nos han dejado sin esperanza.
La sociedad civil que esta patulea de políticos nos ha legado está diseñada para garantizar que la iniciativa privada nunca pierda; el resto debe ser sacrificable a este objetivo. En el mejor de los casos, durante los ciclos de abundancia, consentirán en extender el bienestar a otros ámbitos no directamente vinculados con sus intereses; pero sin perder de vista que cualquier retroceso en la coyuntura económica, cualquier descenso en los beneficios, implicará regresar de inmediato a la casilla de salida: o la rentabilidad de las corporaciones o nada.
No soy un ingenuo: no espero que aparezca de pronto un lider revolucionario, ni un reformista-idealista que apueste por la igualdad de oportunidades y las políticas públicas. A estas alturas de nuestro ciclo vital no nos harán cambiar de opinión con nuevas utopías alternativistas. Hace falta otro modelo, otras prioridades, otro bienestar... Cosas hoy inexistentes que, si salen bien, en todo caso, serán para los que vengan detrás, no para mi generación.
De los noventa hasta ahora las elites políticas no han hecho otra cosa que consentir y ahondar en una economía política neocon repleta de incoherencias hasta para el más ignorante; disfrazada y vendida a pesar de todo como una aséptica y necesaria gestión sin ideología. Durante dos décadas hemos asistido --impávidos, estupefactos-- a estrepitosos y anunciados fracasos de gestión de lo privado, fraudes monumentales cuyos responsables quedan impunes, desastres humanos y ecológicos causados por una política suicida de desinversión pública y bajada de impuestos. En estos momentos, el mundo capitalista se encuentra en una encrucijada letal: 1) no es posible seguir gobernando y administrando a base de préstamos; 2) no es posible retrasar ni alargar los plazos de devolución (los compromisos actuales ascienden a cantidades astronómicas y se extienden más allá de dos generaciones) y 3) el usuario/consumidor ya no tiene un duro para aportar a la caja común, y menos para consumir. Nos han dejado lo que se dice pelados, con lo puesto.
Lo más curioso es que, ante semejante panorama, nadie se plantee, no ya un cambio de modelo, sino una profunda modificación legislativa que ponga las bases de un mejor sistema de financiación y gestión de lo público, mejor control sobre las decisiones de los cargos electos y una normativa de ponga límites a un mercado libre, es cierto, pero completamente fuera de control. Al contrario, responsables y cómplices se apresuran a parchear las cosas desde la más pura ortodoxia de un sistema podrido, al límite de su capacidad. Y ahí, justo en medio, está mi generación, condenada a digerir durante una década (como mínimo) la cadena de errores egoístas que nos ha llevado a este abismo. Creíamos haber superado el miedo endémico al paro que nos atenazó durante la juventud; hemos vivido unos años en medio de un espejismo de abundancia decreciente aunque estable, y ahora, de pronto, nos estalla este globo de mierda. Ya no nos libraremos de él. Mi generación quedará marcada por este extraño eterno retorno de la fatalidad.
No es sólo que auténticos inútiles --electos o designados-- amenacen con enquistarse en un poder otorgado, sino que las consecuencias de sus nefastas decisiones va a jodernos la vida durante muchos más años de los que ellos estén al mando. Y cuando hayan acabado su trabajo y regresado a sus casas, la inmensa mayoría tendremos que digerir las secuelas cotidianas de sus leyes y decretos. Los gobiernos caen y otros les suceden, el poder nunca puede quedar vacante, pero las generaciones son únicas, no tienen recambio; les toca vivir su tiempo irrepetible. A la mía y a unas cuantas más ya les han dejado sin futuro.
Estos últimos cinco años de desastres encadenados han alcanzado la línea de flotación de mi generación, la de los nacidos en los sesenta del siglo XX, y es probable que marque definitivamente el resto de nuestro ciclo vital. Nosotros, los hijos de la abundancia sesentera, la última infancia feliz por analógica (puede que la más feliz de todo el siglo XX) hemos quedado marcados por la perspectiva de un empobrecimiento inducido. Que los libros de historia señalen a los culpables --Reagan, Thatcher, Bush, Aznar, Berlusconi, Merkel, Rajoy-- no es suficiente ni sirve de consuelo. Nos han dejado sin esperanza.
La sociedad civil que esta patulea de políticos nos ha legado está diseñada para garantizar que la iniciativa privada nunca pierda; el resto debe ser sacrificable a este objetivo. En el mejor de los casos, durante los ciclos de abundancia, consentirán en extender el bienestar a otros ámbitos no directamente vinculados con sus intereses; pero sin perder de vista que cualquier retroceso en la coyuntura económica, cualquier descenso en los beneficios, implicará regresar de inmediato a la casilla de salida: o la rentabilidad de las corporaciones o nada.
No soy un ingenuo: no espero que aparezca de pronto un lider revolucionario, ni un reformista-idealista que apueste por la igualdad de oportunidades y las políticas públicas. A estas alturas de nuestro ciclo vital no nos harán cambiar de opinión con nuevas utopías alternativistas. Hace falta otro modelo, otras prioridades, otro bienestar... Cosas hoy inexistentes que, si salen bien, en todo caso, serán para los que vengan detrás, no para mi generación.
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